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Columna
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¿Afganistán hasta cuándo?

¿Es ya un lugar común decir que la guerra afgana se iraquiza con el crecimiento de la insurrección de los talibanes; de Al Qaeda y sus franquicias; de las rivalidades tribales; de la rebatiña entre los señores de la guerra; y hasta del bandolerismo común. Pero el conflicto, en el que unos 60.000 soldados de la OTAN pugnan por encontrar a un enemigo tan invisible que cuando abren fuego tanto pueden darle al transeúnte como al enemigo, no es que pueda llegar a ser tan cruento como el del país árabe, sino que incluso cuesta más verle una solución política o militar. Bagdad es, por comparación con Kabul, un modelo de activismo; en Irak hay un diálogo, bien que caótico y sangriento, entre facciones; y, sobre todo, los dos aspirantes demócratas a la Casa Blanca tienen un calendario de repliegue de tropas porque comprenden que Estados Unidos no puede vivir eternamente agobiado por una guerra que por su baja o media intensidad es, precisamente, casi imposible de ganar.

La participación en la guerra le sale a Washington por unos 65 millones de euros al día

La contienda, en la que se registró el pasado domingo un tercer o cuarto atentado contra el presidente Hamid Karzai, no deja de afganistanizarse, de profundizar sobre sí mismo hasta adquirir un rocoso carácter inmutable. Como no se ha reconocido nunca oficialmente en Washington, ni en ninguna capital aliada, que las cosas vayan de mal en peor, nadie habla de planes de salida; en vez de retirada lo que se contempla en la OTAN -paraguas occidental de la operación- es arrojar más personal a la caldera, y cotizándose hoy la reputación de la única superpotencia bastante a la baja, parecería impensable que Clinton u Obama organizaran una doble vuelta a casa, de Irak y Afganistán, y no digamos, el fierabrás republicano, John McCain.

Cuando el 7 de octubre de 2001 comenzó la Operación Libertad Duradera, por otro nombre, invasión de Afganistán, muchos comentaristas occidentales profetizaron la resistencia a ultranza del nacional-islamismo afgano, que ya tenía una experiencia de dos siglos en atrapar en su espesura a fuerzas expedicionarias occidentales. Pero los tiempos han cambiado y cuando desde el aire se puede rapar al cero la infraestructura del enemigo, la fase convencional de la batalla tenía que acabar en un santiamén. La acción estaba, sin embargo, apenas comenzando, y aunque se desperezó con mayor parsimonia que el sunismo destronado de Bagdad, se encuentra ya casi al nivel de violencia de los primeros meses de la posguerra iraquí.

Los ataques a las fuerzas de la OTAN, entre las que el contingente norteamericano pecha con la carga más pesada, pasan de 500 al mes; los atentados suicidas promedian entre dos y tres a la semana, tantos como muertos sufre el cuerpo expedicionario; la participación estadounidense en la guerra le sale a Washington por unos 65 millones de euros al día, y según ACBAR (Agency Coordinating Body for Afghan Relief), que es una especie de patronal de las ONG, la ayuda internacional fluye sólo al ritmo de casi cinco millones diarios, pero que bastan para que una de las actividades de negocio más florecientes sea la corrupción. En 2007, Afganistán produjo un volumen récord de 8.200 toneladas de opio -más del 95% del total mundial- sobre todo en la provincia de Helmand, donde la presencia del Gobierno es nominal. Y Karzai, inquieto en su debilidad, se ha arrojado en brazos de los sátrapas locales, que explotan Afganistán como empresarios autónomos.

Había una justificación política y estratégica para que Estados Unidos castigara al régimen talibán del tuerto Mulá Omar por dar cobijo a las huestes de Osama Bin Laden; pero, como señala el gran experto británico Patrick Seale, una vez sobre el terreno las dos fuerzas no tenían por qué verse como una misma amenaza, y la táctica de bombardear a diestro y siniestro, especialmente en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán, donde se supone que vivaquea Al Qaeda, contribuye decisivamente a la amalgama de sublevaciones. Ese fuego, por añadidura, con que Washington aspergea las áreas tribales pastunes de uno y otro país, ha jugado un papel en la reciente derrota electoral del presidente Pervez Musharraf, el mayor aliado de Estados Unidos en Asia central. No en vano, la coalición de partidos medio laicos que tiene hoy el poder en Pakistán, quiere negociar con esas poblaciones fronterizas, en lugar de dejar que el cielo se les caiga encima.

Así, Afganistán no se iraquiza, sino que adquiere estilo propio. El de una catástrofe sin final.

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