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Columna
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La verdad incómoda

Fernando Vallespín

Sí, ya sé que después de tanto tiempo ausente de esta columna debería haberla reiniciado con un tema más glamouroso. Insistir en nuestras deficiencias educativas, que tantos estudios comparados no dejan de sacar a la luz, es muy poco edificante. Recordemos: el informe PISA nos ubica en un lugar más que mediocre, nuestras universidades están en la cola entre las de los Estados desarrollados y, lo más grave, somos uno de los dos países de la UE con mayor fracaso escolar. Podemos mirar hacia otro lado, pero los datos cantan. Tenemos un problema de una dimensión colosal que es cuidadosamente silenciado o que apenas asoma entre la algarabía de cuestiones que parecen tener prioridad en nuestro maleado espacio público. Tras conocerse cada dato, y después de una breve rasgadura colectiva de vestiduras, el tema desaparece detrás de las urgencias que reclama la "actualidad". Paradojas de una sociedad que parece tener una inmensa capacidad para reaccionar ante lo accidental e ignora lo sustancial.

Ni siquiera la crisis ha sido capaz de ubicarnos ante esta realidad. Y eso que seguimos jugando a competir dentro del paradigma de la "sociedad del conocimiento", donde el capital ya no es el recurso decisivo, sino la formación y la capacidad para innovar. Lo que importa ahora es el capital humano, ese recurso intangible que constituye la más importante infraestructura de que puede dotarse una sociedad. Preferimos hablar del AVE o de autovías, pero esa otra infraestructura es la que al final sostiene a las demás y es aquella sobre la que nos habremos de apoyar para salir de esta situación. ¿Acaso no es la crisis una magnífica oportunidad para enderezar el rumbo?

Como otros países ya han experimentado antes que nosotros, el problema de la educación no depende sólo de la cantidad de recursos de que ésta disponga. Es un factor importantísimo, pero no el único. Tampoco podemos hacer recaer esta responsabilidad de modo exclusivo en un ministerio o en las consejerías de las diferentes comunidades autónomas. Sencillamente, porque por sí mismas no pueden resolver un problema que es de toda la sociedad y en el que todos estamos implicados. El sistema educativo no puede hacer frente, en su soledad administrativa, a lo que debe incumbir al sistema social general.

Quizá por eso mismo no esté mal acercarlo a otra de las cuestiones sobre las que preferimos no indagar demasiado, como es el calentamiento global. El conocido documental de Al Gore llevaba el acertado título de Una verdad incómoda. Incómoda porque desafiaba nuestra autocomplacencia con el modo de vida de que nos habíamos dotado y nos exigía un radical cambio de actitud hacia el medio ambiente por parte de todos. Algo similar cabe decir de nuestra miopía frente al tema de la educación. Los padres que se lo pueden permitir piensan que, como casi todo, basta con "comprarse" la educación adecuada para sus hijos, ignorando que la construcción de una formación de excelencia no se obtiene únicamente en las aulas. La familia también está implicada, y el ambiente social general tiene un impacto decisivo. Las fuerzas políticas, por su parte, centran sus esfuerzos -según su orientación ideológica- en que los alumnos tengan una mayor o menor educación religiosa o en que participen o no de la Educación para la Ciudadanía, los dos últimos grandes debates políticos que hemos tenido en este ámbito.

Casi nadie parece preocuparse por que los alumnos disfruten de la lectura, se interesen por el mundo que les rodea y adquieran los instrumentos básicos en matemáticas. O, y esto es decisivo, por que los docentes puedan sentir el aliento y la solidaridad de la sociedad por su esfuerzo, que puedan salir de la soledad en la que se encuentran, que se vean reconocidos. El "milagro educativo finés" se sustenta prioritariamente sobre este último aspecto, el haber sabido dotar a los docentes de un prestigio social que se corresponde con su contribución neta al bienestar de la sociedad.

La educación es un tema delicado en una sociedad democrática. El código que la guía es el mérito, un valor que sólo podemos hacer jugar si antes existe una auténtica igualdad de oportunidades. Pero la imprescindible eliminación de las barreras de clase en el acceso a la educación no es óbice para que deje de funcionar el código. Si el mérito y el esfuerzo dejan de ser el criterio para organizar el sistema educativo estamos perdidos. ¿Sabemos realmente cómo juegan estos factores como pauta de promoción en nuestra educación? ¿De verdad se incentivan estos valores básicos? O, por pasar a otros posibles condicionantes explicativos del desastre, ¿cómo interfiere la apabullante banalidad de nuestro espacio público en el desarrollo intelectual de nuestros jóvenes? Es obvio que estamos lejos de un espacio público reflexivo en el que se promocione algo más que no sea un entretenimiento insustancial, ¿no podemos hacer algo para revertirlo con los no escasos medios de comunicación públicos de que disponemos? Hay tantas cuestiones... Preguntemos, debatamos, luchemos contra el silencio y el olvido de aquello con lo que nos jugamos el futuro de todos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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