Un soñador para un pueblo
Seguramente Buero Vallejo no me reprochará desde el Parnaso que utilice el título de una de sus obras para identificar a Joaquín Ruiz-Giménez, mi profesor, mi maestro y mi amigo, de quien aprendí tanto y a quien tanto quise y admiré. Desde 1962 y hasta hace pocos años, cuando la enfermedad nubló su gran inteligencia, mi vida ha estado siempre marcada por su ejemplo y su magisterio. Era un esposo y un padre ejemplar y también un educador para sus discípulos y para todos los estudiantes que tuvo cuando volvió a la Universidad en 1956 y hasta su jubilación. Creo que es muy adecuado el calificativo de soñador para un pueblo. Era siempre idealista, bienintencionado y colocando a la moral y al amor a España y a los españoles por encima de egoísmos e intereses particulares, de ideologías y partidismos. En La Razón de Ser que publica en octubre de 1963, cuando se inicia Cuadernos para el Diálogo, resume un sueño para el renacer de España que esperaba con la democracia: "Sólo tres cualidades se exigen para lograr presencia activa en estas páginas: un mutuo respeto personal, una atenta sensibilidad para todos los valores que dan sentido a la vida humana y un común afán de construir un mundo más libre, más solidario y más justo".
Con esa filosofía, siendo ya catedrático en Madrid, se lanzó a recorrer los caminos de España para predicar los derechos humanos, la democracia y la libertad. Yo le acompañé en muchos de esos itinerarios pedagógicos, donde desde esas ideas de fondo defendía la moderación, el respeto y la amistad cívica para cambiar las mentalidades de la dialéctica del odio y del amigo-enemigo, horribles trazas de la Guerra Civil. Fue un cristiano ejemplar, modesto, discreto, no dogmático, tolerante y respetuoso con las personas y las ideas. Le horrorizaba pensar que uno de los objetivos de los vencedores de la Guerra Civil fuese exterminar las ideas de los perdedores, exterminando las personas que las representaban.
En la plataforma de comunicación que fue Cuadernos estaban convocadas y presentes todas las ideologías que luego conformaron el abanico de los partidos democráticos. Su tozuda lealtad a sus convicciones más profundas le impidieron incorporarse a la UCD, manteniéndose fiel a su democracia cristiana abierta y poco confesional. No tuvo éxito y después tampoco le apoyaron ni le agradecieron suficiente lo que había hecho para educar a las multitudes como apóstol de la libertad. Fue Defensor del Pueblo ejemplar en su trabajo. Sólo lo consiguió a partir de 1982 durante el Gobierno socialista. Su independencia, su lealtad a las obligaciones del cargo y su compromiso con las reclamaciones de los ciudadanos marcaron su mandato. No fue comprendido y no tuvo la continuidad necesaria para consolidar la institución. Creo que fue grande la responsabilidad de quienes decidieron su sustitución. Su larga vida ha sido un ejemplo para todos y su familia y sus amigos podemos estar muy orgullosos de haber querido y respetado a una persona tan ejemplar.
Gregorio Peces-Barba es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
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