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Tres niñas frente a dos caminos opuestos

Clara tenía cuando niña a dos amigas con las que iba al instituto y salía en pandilla. Un grupo de tres que a veces podía ser de cuatro, cinco o cuantos se presentaran. Uno de tantos grupos de chavales de una localidad entre pueblo y ciudad. Compartir colegio había acercado a estas tres niñas. Tenían cosas en común, pero cada vez más diferencias.Clara era hija de un suboficial, ahora retirado, y tenía una vida plácida en un barrio de clase media de San Fernando, muy cerquita del centro. El padre de una de sus amigas también es militar, aunque con rango de oficial, y actualmente está destinado en Bosnia. La familia reside en unos bloques de pisos de color blanco, en la nueva zona de expansión de San Fernando, y a tiro de piedra de la zona de copas en boga para los más jóvenes, en la zona de La Ladrillera.

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La tercera se diferencia de las otras en el perfil social. Es hija de un marisquero y reside en una casa bastante humilde, en el mismo borde de la plaza de Las Vacas y a unos 100 metros escasos de La Venta Vargas donde empezó a cantar Camarón. Pero no fue en el modelo familiar, que coincide en lo grueso con el de las hijas de los militares, por donde se rompió el nexo entre ellas.

Mientras las otras dos sufrían algunos traspiés académicos, las notas de Clara eran bastante buenas, según aseguran algunos de sus compañeros, y según se hacían mujeres empezó a haber menos cosas que compartir. Las dos primeras comenzaban a tornarse en las típicas adolescentes que se sienten distintas, especiales e incomprendidas. Lo clásico. Y les dio por vestir de negro riguroso, a usar guantes con los dedos cortados, vestidos largos y botas. Clara, entretanto, cantaba en una coral.

A la vestimenta diferente y diferenciadora se unieron intereses exclusivos, con una aura de secreto, para compartir entre unos pocos, como el espiritismo, el mundo del más allá y la atracción por personajes siniestros u odiados por la sociedad normal. Así, comenzaron a recopilar recortes sobre el joven que en abril mató a sus padres y su hermana en Murcia con una espada japonesa o katana.

Las dos adolescentes se estaban acercando a un precipicio peligroso. La alienación, no tan infrecuente a esa difícil edad, se iba convirtiendo en desconexión total con el mundo. El monstruo, el diferente, se convierte entonces en algo atractivo e incluso cercano, con el que se comparte algo. Una inclinación que no es especialmente llamativa en adolescentes, como la afición desmedida hacia películas, literatura o simbología demoniaca: simple búsqueda de la diferencia.

De ahí, nadie sabe aún cómo, al mal. El proceso pasó prácticamente desapercibido en sus familias. El marisquero se quejó el sábado del "espiritismo" que practicaba su hija en casa. Pero nadie en su entorno parecía sospechar las truculencias que pasaban por sus cabezas adolescentes y acabaron llevando a cabo en sus vidas.

La de Clara llevaba un rumbo diferente. Hace tres meses se echó un novio de esos que gustan a las madres: jugador de balonvolea y alumno de primero de Bachillerato de la Escuela San José, un centro privado y estricto situado en el mismo centro de San Fernando.

Los mundos de las tres chicas se distanciaban cada vez más. Ya no es que no salieran juntas, como sucedía desde hacía algún tiempo, sino que se habían convertido en sus opuestos. Ellas tan aficionadas al gore, Clara tan "fácilmente impresionable", según la describieron ante el juez. Poco a poco, las dos adolescentes ahora encarceladas se fueron acercando al límite. Hasta sobrepasarlo.

Según confesaron con total frialdad a los policías que les interrogaron, llegó un momento en el que tenían que matar. Prepararon entonces un minucioso plan y pensaron en un tipo de víctima: una mujer joven. Y débil. Lo ensayaron sin éxito en un centro comercial. Pero Clara coincidía en todo y un día la invitaron a pasar un rato a un descampado, para disgusto del novio de ésta. Tras un rato charlando tranquilamente, la mataron con saña. Como en los relatos de terror, el monstruo acabó devorando a su reverso.

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