La lengua y la política
Las lenguas son material sensible. Está probado. Cada vez que la cuestión lingüística entra en la escena política aparecen los titulares sensacionalistas y los editoriales de trazo gordo. Y si es en vigilias electorales todavía más. El revuelo ha venido porque el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha dado un plazo de dos meses a la Generalitat para cumplir un auto del Supremo que emplazaba al Gobierno catalán a adaptar el sistema educativo a la sentencia del Estatuto. No es nada nuevo, pero alimenta la desconfianza y el recelo.
Desde hace casi 30 años en Cataluña rige un sistema de educación organizado a partir de la llamada inmersión lingüística en catalán. Cuenta con un amplio apoyo social y político (todos los partidos del arco parlamentario excepto el PP y Ciutadans lo han apoyado siempre) y ha sido validado por las instituciones internacionales, reconocido incluso como modelo a exportar.
Cataluña es una sociedad con bilingüismo asimétrico, claramente decantado a favor del castellano
Con la implantación de este sistema se pretendía alcanzar dos objetivos: recuperar y proteger el catalán, después de 40 años de prohibición y marginación; y evitar la división de la sociedad catalana en dos comunidades por razón de idioma. Es evidente que el catalán ha progresado sensiblemente durante estos años y que incluso ha alcanzado la condición de lengua de estatus, pero es cierto también que Cataluña es todavía una sociedad con bilingüismo asimétrico, claramente decantado a favor del castellano. Los detractores del modelo de inmersión acostumbran a minimizar el segundo objetivo: evitar la ruptura de Cataluña en dos comunidades separadas por la lengua, que hubiera podido conducir a un país de dos niveles, con la conflictividad social correspondiente. Todo nacionalismo tiene algo de comunitarismo y es posible que en el nacionalismo español algunos hubieran preferido la ruptura comunitaria. Entre otras cosas, porque habría hecho mucho más difícil que desde Cataluña se plantearan objetivos ambiciosos de autogobierno. O, si se quiere decir al revés, hubiese sido mucho más fácil regionalizar el país.
Naturalmente, desde ciertos sectores del nacionalismo español la inmersión se presenta como una imposición del nacionalismo catalán contra la cultura española. Y se coloca a los partidos catalanes de izquierdas como dóciles acólitos del nacionalismo hegemónico. Sin embargo, las organizaciones sindicales y la izquierda catalana entendieron ya durante el tardofranquismo que la cuestión de la lengua sería decisiva. Y asumieron la reivindicación del catalán, precisamente porque sabían que era necesario evitar cualquier fractura del país entre autóctonos y foráneos. Después, en la Transición, apoyaron la política lingüística de los Gobiernos del president Pujol. La han defendido cuando han gobernado y la siguen defendiendo ahora. Y los hechos parecen darles la razón. En Cataluña no hay conflictividad lingüística. La ley, por lo general, se ha aplicado con sentido común, en función de las características de las escuelas y lugares. El catalán se va consolidando. En los tests oficiales, el nivel del castellano es parejo al de las demás comunidades autónomas.
No hay nada nuevo en el auto del TSJC, que se limita a pedir aclaraciones sobre el cumplimiento de una sentencia ya conocida. Pero algunos lo utilizan como pretexto para reclamar que el castellano sea vehicular en el 50% de las materias, cosa que la sentencia no dice; y otros, ven el fin del sistema de inmersión, que tampoco se dice en ninguna parte. Son episodios y controversias propios de un Estado complejo con naciones inscritas. Pero, después de la sentencia del Estatut, que certificó que la voluntad de los ciudadanos catalanes expresada en referéndum no cuenta para nada; después del discurso antiautonómico desplegado estos últimos meses con el argumento de la crisis y de los despilfarros económicos; y con el PSOE a la deriva pactando con un PP a las puertas del Gobierno una insólita reforma de la Constitución, la distancia entre Cataluña y España sigue creciendo.
¿Consecuencias políticas inmediatas? Pocas. La izquierda apoya al Gobierno para defender el modelo educativo hasta el final. CiU suma puntos, en un momento en que desde sectores soberanistas se le acusa de pasividad. CiU y PP han encontrado en una visión parecida de la política económica un campo propicio para los acuerdos. La inmersión lingüística es un terreno en que CiU no puede hacer concesión alguna y si el PP insiste enrarecerá la relación. Pero CIU ha dejado la puerta abierta a seguir colaborando. CiU está a la expectativa. ¿Un PP en el Gobierno atenderá las voces de quienes claman contra el modelo educativo catalán? Solo una mayoría absoluta del PP, que, en la práctica, dejaría a CiU sin voz ni voto en España, podría desatar sus reprimidas pulsiones soberanistas.
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