Votar de oído
El estilo es un enigma. Uno puede aderezar su imagen a golpe de talonario, pero la elegancia no se compra, se regala. Hay marineros en traje de faena que parecen príncipes y hay tipos vestidos de Armani que vuelven la cara por la calle para mirarle el culo a una señora. Son cosas innatas, consustanciales, como el vinagre a los boquerones. Para que la ropa caiga con gracia no sólo es necesario que se adapte al cuerpo, sino al pensamiento. Y es ahí donde entramos en el terreno resbaladizo de la ética y la estética, del fondo y la forma, de la naturaleza y de la política. O sea, del debate electoral.
El primer combate fue un duelo en alta mar de las finanzas, donde el barco de Pizarro resultó tocado y hundido. Lo que más me gusta de Solbes es que habla perfectamente cinco idiomas y no insulta en ninguno. La elegancia también está en no malgastar las palabras. Por eso los silencios de Solbes tienen el swing de un bajista de jazz. Pese al aire de gentleman que no derrocha un centavo, con el ojo pirata, el ministro de Economía es en el fondo un poeta de los ciclos Kondratiev. Con un tipo así en la tripulación una tiene la tranquilidad de que, aunque haya marejada, todos vamos a llegar a fin de mes.
El segundo round fue un choque de siglos. La niña de Rajoy con su camisita y su canesú, parecía salida de aquellos concursos de Reina por un día de la España cañí. Y es que los juegos florales de casino a estas alturas del siglo XXI quedan más cursis que tocar diana con un violín. Sin considerar lo que la música militar es a la música, convendrán conmigo en que este registrador de la propiedad no da el do de pecho. El swing no puede aprenderse, es una libertad de espíritu. Con las mangas cortas y las hombreras rígidas, Rajoy no sólo se hallaba preso dentro del traje, sino que parecía un rehén de sí mismo, o lo que es peor, del obispo de Mondoñedo.
La elegancia tiene que ver con el ser más que con el tener. Claro que lo que somos y lo que merecemos no siempre coincide. Cuando más lejos esté una cosa de otra, más cerca estaremos del descalabro político. Ahí está el caso de Gaspar Llamazares. Su estilo es el de un llanero solitario acostumbrado a lidiar en desventaja. Este corredor de fondo no se merece las taifas encarnizadas de una izquierda que se devora a sí misma. Por eso el espectáculo de la campaña electoral me produce un desconcierto a ratos moral y a ratos melancólico.
Total que, de no ser por el jazz, no sabría si cortarme las venas o dejármelas largas.
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