Trescientos años de inutilidad
Moratinos visita Gibraltar y el nacionalismo español ruge. "Traición histórica", dice el PP. Y en los foros de la derecha pueden leerse frases como "el Gobierno dilapida 300 años de lucha" o pone fin "a siglos de firmeza anticolonialista". Por lo menos, tendrán que reconocer que tanta lucha, tanta firmeza han sido más bien estériles: los resultados están a la vista. ¿A los que han desempolvado el viejo grito de "Gibraltar español" no se les ha ocurrido pensar que una estrategia que lleva 300 años de fracaso o no es la adecuada o está fuera de tiempo? Ciertamente hay posiciones políticas que se autojustifican no tanto por lo que consiguen sino por la capacidad de aire de sus pulmones. "Rendición humillante", "la foto de la vergüenza", son otros calificativos con los que el nacionalismo español premia un encuentro que, simplemente, sustituye el ruido patriótico por el pragmatismo, como corresponde a una relación con un apéndice de un país que está en el mismo barco europeo.
En el caso del Peñón, el nacionalismo español está atrapado en sus propias contradicciones
Casi siempre que alguien apela al honor y a la dignidad patriótica es por una de estas dos razones: porque sabe que las relaciones de fuerza no le son favorables, o dicho de otro modo, que tiene pocas posibilidades de ganar el envite; o porque prepara alguna vileza de gran tamaño (por ejemplo, una guerra). Naturalmente, el caso de Gibraltar y el nacionalismo español entra de pleno en el primero de los tipos. Pero después de 300 años de presunta lucha sin éxito alguno, el griterío patriotero ya no confunde. Es la canción de la impotencia.
Con lo cual parece mucho más sensato hacer las cosas como se hacen en la Europa del siglo XXI: hablando, tratando de resolver los problemas concretos que afectan a los ciudadanos y dejando que la batalla de los grandes conceptos -soberanía, en este caso- madure con la propia evolución del entorno europeo. Porque muchos de los grandes melodramas históricos de los nacionalismos hispánicos pueden encontrar salida muy natural por poco que la Europa política se consolide.
En el caso de Gibraltar, el nacionalismo español está atrapado en sus propias contradicciones. Si el argumento de reivindicación de Gibraltar es el soberanismo geográfico -la unidad del territorio- y, como dicen algunos periódicos, la lucha contra el colonialismo, el argumento sirve para España, pero también sirve para Marruecos en el caso de Ceuta y Melilla. Y es realmente difícil, por más requiebros que se hagan con la historia, defender que lo que vale para Gibraltar no vale para Ceuta y Melilla. O sea que para defender este principio se tiene que estar dispuesto a decir una cosa o la contraria según se mire a un lado o a otro del Estrecho.
Si en vez de apelar a la soberanía territorial se apela a un argumento mucho más moderno como es el de la autodeterminación, es decir, que sean los ciudadanos que viven en un territorio los que decidan dónde quieran estar, aparecen entonces los fantasmas interiores del nacionalismo español.
Todos los indicios apuntan a que probablemente Gibraltar diría sí a Reino Unido, como ya ha hecho en circunstancias que, aunque puedan considerarse no homologables, no dejan de ser significativas. Y por el principio de que los ciudadanos, si han de escoger, tienen tendencia a inclinarse por el país más próspero, hay razones para imaginar que en Ceuta y Melilla la autodeterminación sería favorable a España. Pero este tema no quiere ni tocarse porque es el gran tabú del nacionalismo español. En el momento en que se oye la palabra autodeterminación ya nadie piensa ni en Gibraltar, ni en Ceuta, ni en Melilla. Aparecen Cataluña y el País Vasco vestidos de oníricos fantasmas. Y así se cometen estrepitosos ridículos como la negativa del Gobierno de Zapatero a reconocer a Kosovo.
Si el argumento de soberanía territorial obliga al doble lenguaje, porque lo que vale para Gibraltar no vale para Ceuta y Melilla, y si la palabra autodeterminación provoca el pánico, se comprende que el nacionalismo español tenga una sola manera de afrontar la cuestión de Gibraltar: el griterío patriótico, Gibraltar español. Trescientos años de lucha inútil les contemplan. Y así seguirá, con gran firmeza en los principios, por supuesto, por los siglos de los siglos.
Con lo cual, no es de extrañar que un Gobierno algo descreído en religión patria opte por el pragmatismo y el sentido común. Al fin y al cabo, tiene bastante margen, por lo menos hasta igualar los trescientos años de inutilidad, para que se le pueda criticar por los resultados.
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