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Columna
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Continuidad versus cambio

La dimisión de Rubalcaba como miembro del Gobierno -en su triple condición de vicepresidente primero, ministro del Interior y portavoz- justo el día antes de su proclamación oficial por el Comité Federal del PSOE como candidato presidencial del PSOE para las próximas elecciones, no era un requisito legal impuesto por la reglamentación jurídica sobre incompatibilidades pero sí una exigencia política. El paralelismo entre los presidentes del Gobierno que permanecen en sus puestos mientras comparecen ante las urnas para renovar sus mandatos, y un vicepresidente que se mantiene en el cargo a la vez que se presenta a las elecciones como candidato presidencial carecía de lógica.

La elección del presidente de Gobierno no proviene en España -como en los sistemas presidencialistas- de forma directa de los ciudadanos pero su designación en segundo grado por el Congreso implica que su cese debe ser dictado también por la Cámara responsable de su nombramiento. De esta forma, la legitimación democrática transferida originariamente por el Parlamento y no cancelada posteriormente concede al presidente el derecho a agotar su mandato, a permanecer en las funciones de su cargo y a tratar de renovar la confianza de los votantes. En cambio, los ministros (incluidos los vicepresidentes) son nombrados y separados libremente por el presidente; de no haber dimitido, Rubalcaba habría permanecido en su puesto exclusivamente por voluntad de Zapatero.

La decisión de Rubalcaba de echarse a la espalda al PSOE para devolverle la moral de victoria muestra, cuando menos, su coraje

Dado que el vicepresidente del Gobierno no accede a su cargo por decisión directa de los electores o del Congreso, la dimisión de Rubalcaba resultaba inexcusable en función de las ventajas de publicidad, información y preeminencia que su triple cargo le hubiese conferido durante la carrera electoral en perjuicio de la igualdad de oportunidades de los restantes candidatos. De añadidura, la renuncia era conveniente desde el punto de vista de los intereses del propio Rubalcaba para marcar una solución de continuidad entre su etapa como miembro del Gobierno presidido por Zapatero y su propósito de sustituirle a su frente.

Presentada como fruto de una decisión de carácter personal relacionada con la voluntad de circunscribir a ocho años -como hizo Aznar- la duración de los mandatos presidenciales, la renuncia de Zapatero a una eventual tercera legislatura resultó indisociable de las devastadoras consecuencias para su imagen de la destrucción de empleo, bajada de rentas, fallos del sistema financiero, cierres empresariales y encarecimiento de la deuda exterior producida por una crisis económica que su Gobierno no supo prever a tiempo ni tampoco combatir de forma eficaz. Si Rubalcaba fue un brillante portavoz del Grupo Socialista durante la legislatura de las vacas gordas y saciadas, su destacado papel en el Gobierno de Zapatero durante la difícil etapa de las vacas flacas y hambrientas es utilizado por sus adversarios electorales para implicarle y responsabilizarle -especialmente para lo malo- del balance global de sus resultados.

La obvia contradicción existente entre la defensa retrospectiva de la gestión del Gobierno de Zapatero y el futuro programa electoral del PSOE aconsejaba a Rubalcaba deshacer lo antes posible ese incómodo emparejamiento. Rajoy siguió ese mismo criterio al dimitir como vicepresidente del Gobierno inmediatamente después de que el presidente Aznar propusiera a comienzos de septiembre de 2003 su nombre como candidato presidencial del PP para las elecciones de marzo de 2004. Así pues, los seis meses transcurridos entre el abandono del Gobierno por Rajoy y su presentación ante las urnas se ampliaría en el caso de Rubalcaba hasta los ocho si Zapatero se mantuviese fiel al propósito de agotar su mandato y no se decidiese -como parece previsible- por una disolución anticipada de las Cortes.

Rubalcaba anunció a finales de mayo su voluntad de articular los momentos contradictorios de la continuidad con el pasado y del cambio hacia el futuro. Difícilmente podría encontrarse alguien en la actual cúpula socialista más indicado para esa tarea. Su participación en la construcción del Estado de bienestar por los Gobiernos de Felipe González (del que fue ministro de Educación y de la Presidencia) le vacunó contra el infantil adanismo generacional de Zapatero y sus compañeros de la Nueva Vía respecto a los 14 años del anterior mandato socialista. Con independencia de que gane (nada es imposible) o de que pierda (el pronóstico obvio tras el 22-M) las próximas elecciones, la decisión de Rubalcaba de echarse a la espalda al PSOE para devolverle la moral de victoria muestra cuando menos su coraje.

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