La ironía y el honor
La mejor de las anécdotas es de infancia, recordada sólo a medias y por supuesto medio falsa, pero vale tanto como si fuera verdadera del todo. La cuenta el retrato biográfico, fáctico y demasiado provisional, de Teresa Muñoz Lloret, pero la historia la ha contado el propio Josep Maria Castellet muchas veces: vivió el inicio de la guerra en Viladrau, que es un pueblo del Montseny, en Barcelona, y con nueve años asistió a la requisa de imágenes de la Iglesia y su incineración por unos milicianos: "A los nueve años empecé ya a no comprender nada y me parece que es el principio de una larga incomprensión del funcionamiento del mundo". Es irónico, y lo saben tan bien como yo, porque si algo ha caracterizado la nutrida, astuta, ininterrumpida y semioculta fecundidad de los ochenta años de Castellet es justamente todo lo contrario: una sagacísima percepción del funcionamiento del mundo, incluido el de la poesía, que es el no va más de lo incomprensible. Muchos años después de sus nueve años iba a reunir a nueve poetas en la antología más eufónica, y la segunda más influyente, del siglo: ocho muchachos y una muchacha (Ana María Moix) fungieron como transformadores de la lírica española en los crujidos finales del franquismo, como si de veras bastase la palabra, y casi el honor de Castellet, para que semejante revolcón fuese verdad: Nueve novísimos poetas españoles consagraba de golpe, en 1970, a un puñado de termitas líricas la mitad de las cuales no tenía ni un solo libro de poemas publicado.
Es un hombre biológicamente alérgico a la nostalgia, demasiado tentado por la alegría de hacer y jugar
Uno de los que sí lo tenían, y empezaría a ser enseguida termita mayor, Manuel Vázquez Montalbán, retomó de Aranguren una frase que encajaba admirablemente para definirlo, "la ética de la infidelidad", que es otra verdad brillante, pero me temo que también sólo a medias. Porque la fidelidad a una rara ley de la oportunidad sagaz atraviesa entero al personaje, incluido el chasquido luminoso de los ojos y la carcajada que colinda con la barba blanca de hace ya muchos años. En los primeros cuarenta es un muchacho de familia burguesa y católica que se anuda íntimamente a la amistad de un falangista de sangre radical, Manuel Sacristán, y eso no impide que mantenga entonces otra fidelidad casi racial con un hombre alérgico a la política y la ideología, como el gran crítico Joan Ferraté, y desde luego es desde el tiempo de la Universidad aliado y compinche de Carlos Barral, poeta y poeta, enseguida poeta y amigo, y desde muy pronto caprichoso y gran narciso de la mejor edición literaria española. En su casa entonces, en la casa Seix Barral, saldría el libro de Castellet que más excitó a los novelistas españoles jóvenes, La hora del lector (1957), porque a ellos iba dedicado el breve volumen, y porque a todos les gustaba el tono tajante y la zumbona irreverencia de un catalán de formación cultural francesa. Y además gustaba a falangistas teóricos y a husmeadores de valores nuevos, se llamasen Dionisio Ridruejo o se llamasen Juan Fernández Figueroa.
Castellet ha puesto madera pragmática en casi todo lo que tocó o le tocaron: apenas iniciada la década de los años sesenta ya campeaba otro libro suyo, una antología de Veinte años de poesía española que descatalogaba a Juan Ramón Jiménez pero reconsagraba a los poetas de su edad, algunos tan fenomenales y dispares como Claudio Rodríguez y Ángel González, y desde luego sus amigos catalanes, Jaime Gil de Biedma o Carlos Barral, pero no todos los amigos catalanes, por razones seguramente también de oportunidad. Como la oportunidad fue decisiva para otra antología, esta vez de todos los siglos posibles de la poesía catalana, que para entonces eran ocho. La hizo con Joaquim Molas como con él había hecho otra anterior sobre Poesía catalana del segle XX, e hizo época también, el mismo año en que lo invitaban a dirigir una editorial que es la mitad de la literatura catalana del último franquismo. Al frente de Edicions 62 estuvo entre 1964 y 1994 y la cara de la cultura catalana sería otra sin él también en ediciones Península, que nace al mismo tiempo, en 1965. La primera sirvió para poner en catalán la tradición intelectual de la modernidad y después para poner en circulación una literatura catalana nueva y alejada del ambulatorio. Pero tampoco sería igual la cultura catalana y española de hoy sin otro libro suyo, éste sobre Pla: fue necesario y nació nadando a contracorriente. Bueno, fueron más en realidad los libros de los setenta: dos nadaron en favor de la corriente, su Lectura de Marcuse y su Premio Taurus Iniciación a la poesía de Salvador Espriu, y el otro en contra, su Josep Pla o la raó narrativa como reivindicación taxativa de la categoría de un escritor mezquinamente leído en medios patrióticos. De Pla aprendería muchas más cosas de las que dice el libro mismo, y quizá entre ellas la decisiva pudo ser la tenacidad que se finge perezosa, la convicción que se finge escéptica, la seriedad que jamás asoma sin una burla sarcástica o un rebrinco irónico.
Las mejores horas privadas para el público las ha entregado a un libro de gran memorialista que vuelve al nueve, nueve retratos para su propio autorretrato en otros tantos Escenarios de la memoria que piden continuación, y la tienen medio hecha con los nombres de su entorno más inmediato de amigos, desde Manuel Sacristán hasta Carlos Barral o Gabriel Ferrater. Hizo ese libro muy a su manera, y eso quiere decir muy bien, con algunas pedazos de su biografía intelectual y de la otra. Lo abre Ungaretti y lo cierra Gimferrer pero actúan también Aranguren y Josep Pla, Octavio Paz y Rafael Alberti o Pier Paolo Pasolini. Y en el final a veces está el principio, o al revés, y no importa demasiado, porque es un hombre biológicamente alérgico a la nostalgia, demasiado tentado por la alegría de hacer y jugar, aunque ya menos impetuosamente de lo que lo hacía con treinta años, cuando publica su primer libro de cordura civil y perspicacia atrevida, Notas sobre literatura española contemporánea, en 1955. Lo editaron los restos de la revista Laye y lo secuestró la censura porque ocultaba tras la asepsia del título unos cuantos ensayos sobre literatura nueva tocados por el don de la veracidad, el acierto y la protesta; hablaba de Salvador Espriu, ensayaba con Sartre a la vista los métodos de una sociología literaria imposible, en España y dramáticamente entonces en Cataluña, y anunciaba en presente los nombres de gran parte del futuro de las letras españolas. Poco después seguiría oreándose fuera de España, conspirando en circuitos internacionales de intelectuales comprometidos, que es como se llamaba el oficio, y sin olvidar ni entonces ni ahora que vivía en una sociedad cultural, civil y literaria bilingüe, como él, como sus amigos, como su biblioteca, como su editorial, como nosotros mismos. Ha sido un telescopio cultural con la anatomía propia de los telescopios: filiforme y de perfil.
Josep M. Castellet. Retrat de personatge en grup. Teresa Muñoz Lloret. Edicions 62. Barcelona, 2006. 359 páginas. 25 euros. Nueve novísimos poetas españoles. Josep Maria Castellet. Península. Barcelona, 2006. Con un 'Apéndice sentimental' inédito de los poetas seleccionados. 318 páginas. 19 euros.
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