El derecho al hogar
La lucha de gays y lesbianas, no tanto por integrarse en la institución familiar como por integrar a ésta como una más de sus opciones legítimas y legales de vida, no debería servir sólo para preguntarnos si caben matices a la hora de ver reconocido el derecho de todos a la plena ciudadanía. Ese combate por lo que damos en llamar hogar nos invita a pensar también sobre qué supone hoy hablar de cónyuge, padre, madre, hijo, amigo, padrino, etcétera, términos cuyo significado está siendo sacudido por nuevas modalidades de unidad familiar, como la homosexual, pero también la monoparental o la que incorpora a hijos adoptados o procedentes de formas de reproducción asistida, entre otras. Se trata de reconsideraciones de la organización doméstica que impugnan el ideal de simplificación que implicara el modelo burgués del núcleo familiar cerrado, basado en la cohabitación estable de un varón y una hembra con los hijos por ellos concebidos. Se está regresando a una complejidad que, siempre y en casi todos los sitios, había sido consustancial a la familia o a lo que en cada momento, en cada lugar, cupiera identificar como tal.
Y es aquí donde resulta importante la contribución de la antropología sexual y la antropología del parentesco, capaces de ofrecernos una visión en perspectiva de lo que está pasando con las personas que reclaman su derecho a practicar la familia en sus propios términos. Tres publicaciones recientes nos ayudan a descubrir la virtud explicativa de la comparación intercultural en ese campo. Dos de ellas nos han venido dadas por la excelente colección universitaria de Bellaterra. Por un lado tenemos Las familias que elegimos, de Kath Weston, en el que se nos muestra cómo la vindicación gay y lesbiana del derecho a casarse y tener hijos lleva hasta las últimas consecuencias el derecho a tomar decisiones responsables y racionales sobre nosotros mismos -a elegir- que encontramos en la base misma del proyecto democrático de la modernidad. El otro libro es Gestión familiar de la homosexualidad, de Gilbert Herdt y Bruce Koff, que trata del derecho de los homosexuales no sólo a ejercer de manera no problemática como esposos o padres homosexuales, sino también como hijos homosexuales y padres y madres de homosexuales.
El tercer libro sobre el que se reclama atención es Padres como los demás, de Anne Cadoret. Aquí el asunto a tratar es el de hasta qué punto es falsa la idea de que tener padres o madres homosexuales es perjudicial para la formación de una personalidad sólida en sus hijos. Lo que la obra pone de manifiesto es que éstos encuentran en sus padres y madres homosexuales los mismos recursos emocionales y formativos que en cualquier otra familia "normal" -si es que quedan- y obtienen de ellos lo que más importa, que es saber con claridad de quién pueden proclamarse descendientes y a quiénes deben ese tipo especial de lealtad a la que hemos aprendido a calificar como familiar.
He aquí tres obras importan-
tes en orden a ver cómo la lucha social es buena no sólo para transformar un sistema social indecente, sino también para complicarnos saludablemente la vida, en el sentido de ayudarnos a restaurarla en su diversidad. Las reclamaciones gays y lesbianas en materia de parentesco y filiación no son sólo justas; también ayudan a poner en cuestión lugares comunes inaceptables, como los que asocian -a la manera de una maldición- biología y familia, sangre y afecto. Además de una crítica a la "naturaleza" como ideología para la exclusión social, lo que está sucediendo nos advierte de lo arbitrario de la presunción dominante según la cual los gays y las lesbianas son sólo esclavos a tiempo completo de sus deseos carnales. Ahora podrán enterarse, quienes no lo supieran, de que los y las homosexuales no sólo tienen sexualidad; también tienen muebles.
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