Cuando un país suspende pagos
El ex presidente del Citibank Walter Wriston opinaba que los países no quiebran. Pero la historia indica lo contrario: en los últimos dos siglos, en alrededor de un centenar de ocasiones las naciones han dejado de pagar sus deudas. ¿Hemos entrado en una nueva fase de la crisis en la que los Estados más poderosos, además de apoyar a los bancos y empresas estratégicas, habrán de ayudar a otros Estados de su zona de influencia, incapaces de pagar los préstamos y de financiar sus compromisos?
Hay indicios de que podemos estar a cinco minutos de ello. Esta vez no sólo sucede en alejados países latinoamericanos como México o Argentina, sino en EE UU o en la vieja Europa. En EE UU, el Estado de California, la octava economía del mundo si se le considerase independiente, ha decretado la emergencia fiscal porque es insolvente. La incapacidad de republicanos y demócratas de pactar un presupuesto que mezcle el imprescindible incremento de impuestos con nuevas dosis de endeudamiento a largo plazo y reducción de gastos, ha llevado a una situación en la que el gobernador Schwarzenegger ha mandado cartas de despido al 20% de la plantilla de funcionarios, suspendido todas las obras públicas y avisado de que podría tener que pagar las cuentas con pagarés, algo que no se recuerda desde la Gran Depresión. En el origen de la insolvencia está la reducción de ingresos públicos por la crisis hipotecaria y la recesión que padece la región.
Las naciones del Este entran en recesión y soportan en cadena una devaluación de dos dígitos de sus monedas
Alemania y Francia no descartan ayudas. La quiebra de un miembro de la eurozona pondría en cuestión el euro
En lo geográficamente más cercano a nosotros, el Viejo Continente, hay dos crisis superpuestas. En primer lugar, la de los países del Este, que se encuentran con una etiología muy complicada: están a punto de entrar en recesión o ya lo han hecho de forma brutal (Letonia puede llegar a retroceder un 12% este año) después de haber sostenido durante varios años tasas de crecimiento de países emergentes. Además, en las últimas semanas, la mayoría de estos países (Polonia, Hungría, República Checa, los bálticos, etcétera) soportan en cadena una devaluación de sus monedas de dos dígitos, lo que recuerda mucho a la crisis asiática de 2004 que dejó asolada para una generación a esa zona del planeta.
En la eurozona también hay síntomas inquietantes. Algunos países están haciendo un sobreesfuerzo fiscal muy importante (que se traduce en espectaculares incrementos del déficit y la deuda pública) para sostener la caída de la actividad privada y los sistemas de welfare de los afectados por la primera. Los analistas y las agencias de calificación de riesgos manifiestan de modo más o menos explícito el temor a que los inversores rechacen la deuda pública emitida por algunos países de la zona euro, por un doble motivo simultáneo: la espectacular caída de sus ingresos públicos y su rápido endeudamiento. El coste de asegurar contra impagos la deuda de estos países y los diferenciales respecto al bono alemán están ahora en los máximos niveles desde antes de que se adoptase el euro. España no puede creerse marginada de estos problemas.
En las últimas reuniones comunitarias, Alemania y Francia no han descartado la posibilidad de tener que salir en ayuda de estos países. No por generosidad, sino en el entendido de que tal vez la solidaridad sea más barata que la quiebra de alguno de los miembros de la eurozona, que pondría en cuestión la moneda común, uno de los mayores pasos integradores del último medio siglo.
En 1982, nada más llegar al poder, Felipe González rechazó la posibilidad de pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI) e implantó con urgencia un programa de ajuste de la economía española. Pero las principales armas de una estabilización tradicional ya no están hoy en manos de las autoridades nacionales (ni la política cambiaria, ni la monetaria, y la fiscal, con restricciones, como muestra el expediente de apercibimiento por el déficit fiscal creciente a España). El director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, ha advertido de la posibilidad de una "segunda oleada" de países en demanda de ayudas para poder pagar sus compromisos y no quebrar. Para ello se necesitaría un FMI reformado y con más dotaciones, lo que ahora sólo se da en el terreno de la retórica. Porque la reunión del G-20 en Washington no ha servido para nada.
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