Intifada, no primavera
El gran riesgo de las revueltas árabes radica en que se produzcan vacíos de poder y en la tentación de sustituir los corsés dictatoriales por las viejas afinidades religiosas y de clanes
Las poblaciones árabes han irrumpido este año en la historia del mundo. Varios siglos bajo la dominación otomana y europea, una descolonización zafia trazada por las potencias occidentales y la progresiva esclerosis del nacionalismo panarabista, que degeneró en una serie de regímenes tan opresivos como corruptos, habían convertido a los árabes en un paradigma de decadencia fatalista. En 2011 ha cambiado el viento. Los árabes sienten que su futuro depende de ellos mismos.
La cadena de convulsiones conocida como primavera árabe está aún lejos de terminar y el renacimiento político, de momento marcado por el islamismo, se enfrenta a inmensas dificultades socioeconómicas. Pero la vehemencia con que millones de personas reclaman su derecho a la dignidad hace pensar que el fenómeno desembocará en unos sistemas más participativos que los que se derrumban ahora.
En un sentido o en otro, la gran Intifada árabe está marcada por la religión. Incluso como trasfondo estratégico
Al margen del alto nivel profesional, permanece abierto el debate sobre la orientación ideológica de Al Yazira
Quizá el término intifada, traducible como sacudida o revulsión, sería más adecuado, pese a su vinculación a la cuestión palestina, que la optimista referencia a los brotes primaverales. La emotiva historia del frutero tunecino Mohamed Bouazizi, cuya inmolación, el 18 de diciembre de 2010, detonó una pequeña revuelta local que creció con rapidez y en menos de un mes derribó al presidente Zine el Abidine Ben Ali, suscitó la impresión de que las dictaduras árabes iban a transformarse en democracias de forma relativamente incruenta.
Esa impresión se reforzó con la crisis egipcia: el 28 de enero, los manifestantes derrotaron a la policía y tomaron la plaza de Tahrir, en El Cairo; al cabo de solo 14 días, el 11 de febrero, dimitió el presidente Hosni Mubarak. La fuerza hipnótica de Tahrir, escenario de batallas y debates multitudinarios retransmitidos en directo a todo el planeta, influyó en movimientos tan remotos como el de los indignados occidentales.
Aquel atisbo de primavera resultó hasta cierto punto engañoso. Cuando la intifada llegó a Libia, a mediados de febrero, adoptó la forma de una guerra civil y suscitó una casi inmediata intervención de la OTAN contra las fuerzas de Muamar el Gadafi, un grotesco dictador petrolero al que hasta poco antes se mimaba en los foros internacionales. Las estimaciones más prudentes cifran el número de muertos en 15.000, y el país, invertebrado y mísero pese al petróleo (las favorables estadísticas de desarrollo humano de la ONU no guardan relación con el subdesarrollo que se percibe en sus calles), corre peligro de inestabilidad crónica.
También a mediados de febrero cristalizó la protesta en Yemen, con altas dosis de violencia y sin que la largamente demorada dimisión del presidente, Ali Abdulá Saleh, el mes pasado, haya aclarado las perspectivas. En Siria, donde las protestas comenzaron a mediados de marzo en una ciudad poco importante como Daraa, se han superado ya los 5.000 muertos según la ONU, y el régimen de Bachar el Asad se muestra todavía fuerte frente a una oposición fragmentada.
El riesgo más sangriento que afronta el proceso de cambio árabe no es la resistencia del viejo orden, por feroz que esta resulte. Tampoco lo es la situación de calamidad económica, desempleo masivo y desequilibrio demográfico a favor de los adolescentes y los jóvenes. El gran riesgo, a corto plazo, radica en que se produzcan vacíos de poder y en la tentación de sustituir los corsés dictatoriales por las viejas afinidades religiosas y de clanes. La posibilidad de que la hegemonía de los Hermanos Musulmanes y el movimiento salafista en Egipto, reflejada en las elecciones en curso, derive hacia un conflicto con la minoría cristiana (10% de la población) palidece ante la hipótesis de un conflicto intermusulmán en Oriente Próximo.
Las dos grandes ramas del islam, sunismo y chiismo, mantienen una convivencia precaria. Cualquier alteración del statu quo, consistente en general en la dominación de los suníes sobre los chiíes, implica un alto potencial de inestabilidad. Esa es la experiencia de Irak, donde la caída de un régimen teóricamente laico pero apoyado en la tradición suní ha supuesto un vuelco a favor de los partidos chiíes y ha generado resentimientos en amplios sectores suníes. Además de costar más de 400.000 vidas, la invasión liderada por Estados Unidos ha avivado los conflictos sectarios y deja al país en una situación de guerra civil larvada.
En ningún lugar es tan grande ese riesgo como en Siria. El régimen baasista de la familia El Asad es, como lo fue el régimen baasista de Sadam Husein, teóricamente laico (aunque su Constitución establece que la ley islámica es la base de todo el entramado jurídico); en la práctica, el régimen se apoya en una élite militar y burocrática perteneciente a la minoría alauí, una secta chiita.
Alauíes y cristianos sirios han convivido pacíficamente con la mayoría suní durante décadas. Pero el que la revuelta contra Bachar el Asad esté mayoritariamente protagonizada por suníes, y que las minorías alauí y cristiana se mantengan en general del lado del presidente, abre divisiones religiosas en amplias zonas del país. En Homs, por ejemplo, los barrios suníes y alauíes están separados por puestos de control y se han cometido docenas de asesinatos sectarios. Resulta significativo que Alepo y Damasco, las dos grandes ciudades donde la burguesía mercantil suní se ha beneficiado del régimen y no predominan sentimientos de discriminación, permanezcan casi ajenas a la crisis.
Los problemas entre suníes y chiíes se extienden al golfo Pérsico. Ni siquiera países tan ricos como Bahréin y Arabia Saudí escapan al problema. En el pequeño Bahréin, donde la población chií es mayoría (eso solo ocurre en otros dos países, Irán, que no es árabe, y tal vez en Irak, donde no está claro cuál es la confesión más numerosa), la monarquía suní ha reprimido violentamente las reivindicaciones chiíes con el apoyo militar saudí. En Arabia Saudí, cuya versión del sunismo, el wahabismo, es la más extrema y ultraconservadora, el Ejército ha acallado también las protestas de la comunidad chií en la zona petrolera oriental.
En un sentido o en otro, la gran intifada árabe está marcada por la religión. Incluso como trasfondo estratégico: la Arabia Saudí suní y el Irán chií (cuyo único aliado, Siria, podría cambiar de bando) libran una guerra encubierta, en la que Estados Unidos y la Unión Europea apuestan por los saudíes. La presión internacional y las sanciones contra Irán para frenar su programa nuclear, que provoca auténtico terror en las monarquías petroleras, pueden evolucionar hacia un escenario bélico. Israel lleva años preparando un posible ataque preventivo cuyos efectos se extenderían al conjunto de la región, empezando por el hipercombustible Líbano, donde Irán dispone de la milicia chií Hezbolá, en estos momentos la mayor fuerza política y militar del país. Una hipotética nueva guerra en el Golfo exacerbaría las tensiones internas en el conjunto de las sociedades árabes, al margen de sus consecuencias humanitarias y económicas.
Las revueltas no surgieron de la nada, ya se habían registrado síntomas previos de malestar, pero adquirieron importancia de forma relativamente espontánea y al margen de liderazgos políticos. En ninguno de los países implicados existe un Nelson Mandela, ni alguien remotamente parecido, capaz de ejercer como referencia del cambio y de tender puentes entre el viejo y el nuevo orden. Lo único disponible son los Hermanos Musulmanes, organización supranacional suní fundada en 1928 en Egipto, que ha resistido la represión de los regímenes militares y ha desarrollado, con ayuda de donaciones saudíes, una importante obra social.
Los Hermanos Musulmanes son el patrón del islamismo más o menos moderado que ha asumido el poder en Túnez, que está en vías de asumirlo en Egipto y que posiblemente ofrece la alternativa más realista al actual régimen sirio. Las continuas invocaciones a la experiencia de Turquía, donde el islamismo ha conseguido domeñar al Ejército, funcionar en una democracia parlamentaria y auspiciar un auge de la economía y la influencia diplomática, son sinceras.
Habrá que ver si el modelo turco, propio de un país perteneciente a la OTAN y aspirante frustrado al ingreso en la Unión Europea, es exportable a realidades muy distintas. Conviene señalar que Arabia Saudí, el país con mayor capacidad financiera para influir en el juego político regional, exporta un islamismo integrista: es el salafismo, que en Egipto ha obtenido uno de cada cuatro votos. El auge salafista, muy discriminatorio contra la mujer, coloca un interrogante sobre la evolución del islamismo representado por los Hermanos Musulmanes. Cabe pronosticar que cuanto mayor sea la resistencia al cambio del Ejército egipcio, auténtico núcleo del antiguo régimen, y cuanto mayores sean las fricciones entre la junta militar y el Parlamento islamista que debería constituirse en los próximos meses, más tenderán los Hermanos Musulmanes a radicalizarse.
Ningún país árabe ha quedado al margen de la primavera, o la intifada. Los efectos provisionales del fenómeno han sido muy distintos en cada uno. En monarquías como Marruecos, Arabia Saudí, Kuwait o Jordania han puesto en marcha tímidas reformas políticas y algunas mejoras sociales; en Argelia y Mauritania, las protestas han sido débiles; en Túnez ha caído la dictadura y se abre un horizonte relativamente prometedor; en Líbano se perciben síntomas de contagio de la tensión siria entre suníes y chiíes; en la Palestina ocupada por Israel se perfila una difícil reconciliación entre los nacionalistas de Fatah y los islamistas de Hamás; en Bahréin se ha combinado la represión armada sobre los chiíes con gestos de apertura; en Yemen impera la confusión; en Libia y Siria prevalece la violencia y las perspectivas son inciertas, igual que en Egipto, la potencia cultural de cuya transición depende en gran parte el futuro de Oriente Próximo y el norte de África.
Sobre las causas de un estallido tan súbito y generalizado se ha teorizado en abundancia. Las razones de fondo son obvias: regímenes dictatoriales, corrupción, tortura sistemática, pobreza y, por encima de todo, ausencia de perspectivas de mejora. Lo que moviliza a los manifestantes y les empuja a enfrentarse a unas fuerzas de seguridad armadas hasta los dientes es, más que la voluntad de crear un sistema más libre o democrático, el ansia de acabar con unos dirigentes odiados como paso decisivo hacia la recuperación de la dignidad personal y colectiva.
Como detonante inmediato aparece el suicidio de Mohamed Bouazizi en Túnez, complementado por otros incidentes locales, como la detención y tortura de un grupo de escolares en Daraa (Siria), o, en Egipto, el rechazo popular a que Hosni Mubarak dejara el país en herencia a su hijo Gamal.
Existen otros elementos sin los que la gran Intifada habría resultado improbable. Es excesivo atribuir a la política intervencionista de George W. Bush, culminada con la invasión y destrucción de Irak, algún mérito en los vientos de cambio; aunque las imágenes de la detención de Sadam Husein, en las que el dictador todopoderoso aparecía humilde y vencido, y de su posterior ejecución en 2006 causaron un formidable impacto sobre las poblaciones árabes. También impactaron las revelaciones de Wikileaks, porque reflejaban la hipocresía de las élites dirigentes, su alto grado de corrupción y en algunos casos su connivencia oculta con Estados Unidos e Israel, los dos países más impopulares entre las poblaciones locales.
La capacidad de convocatoria y difusión informativa de las redes sociales ha sido fundamental. En Siria, donde no se permite la entrada a la prensa extranjera independiente, esas redes son el único medio por el que la oposición emite al exterior su versión (siempre interesada y no siempre fidedigna) de los acontecimientos.
No hay que olvidar tampoco la importancia de Al Yazira. La televisión por satélite de la monarquía absolutista de Catar lleva años haciendo inútil la censura de las televisiones nacionales árabes. Al Yazira fue protagonista en la cobertura de la guerra de Irak (incluyendo las imágenes de la derrota de Sadam Husein) y de las filtraciones de Wikileaks, y ahora mantiene su condición de referencia con una cobertura exhaustiva de este primer año de la gran Intifada. Al margen de su alto nivel profesional, permanece abierto el debate sobre la orientación ideológica de Al Yazira, cuyos propietarios son bastiones del sunismo antiiraní, y su incidencia en la opinión pública.
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