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Reportaje:La retirada temporal de El Tigre

Demasiada testosterona, Tiger

Una inevitable doble vida no impidió a Woods convertirse en el mejor jugador de la historia

Carlos Arribas

A Doug Barron, un jugador casi desconocido, le sancionó la PGA norteamericana, la asociación que regula los torneos de golf, tras un positivo por testosterona. "No la tomaba para jugar", se defendió Barron, de 40 años; "sufría fatiga crónica y una absoluta ausencia de deseo sexual. La mayoría de los días no tenía ganas de salir de la cama y mucho menos de hacer algo en ella. La testosterona fue la solución. Y ahora el castigo. ¿Es justo que tenga que elegir entre el golf y una vida sexual sana?".

Si, como esta historia parece enseñar, el nivel de testosterona puede considerarse un índice de calidad de vida, de calidad de juego, no es de extrañar que Barron no figure ni entre los 1.000 primeros jugadores del ranking mundial ni que la suma de sus ganancias en tantos años de carrera no alcance ni el millón de dólares.

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Ni tampoco a nadie maravilla que la hormona masculina por definición, su exceso, permitiera a Tiger Woods transportar el golf a una dimensión en la que la fuerza bruta no rechaza el talento, el toque; que transformara su vida en un galimatías homérico, cuya exposición transparente y nítida a la curiosidad pública le ha conducido a la desgracia en menos tiempo que el que se tarda en contarlo. En los tiempos de Internet y tantos blogs, la expresión a la velocidad del rayo ha dejado de ser una exageración. Sic transit gloria mundi.

A Woods la testosterona, su exceso en su caso, le ha obligado a elegir entre el golf y la vida. La desgracia cayó súbita sobre él la noche más señalada, la que cerraba el Día de Acción de Gracias, el último jueves de todos los noviembres, que, como Hollywood nos ha mostrado, consiste en un menú de pavo, reproches psicoanalíticos, ajustes de cuentas familiares, alcohol e histeria. Para Woods, deportista modelo -la sonrisa del régimen-, padre modelo, vecino modelo, la jornada terminó con un aparatoso cacharrazo con el coche a la puerta de su jardín que el mundo, cuando, horas después empezó a tener noticias, contempló con temor primero, extrañeza después, indignación finalmente. Fue como si una fuerza invisible levantara sin miramientos la alfombra de su vida dejando a la vista lo que ocultaba, el verdadero mecanismo de la existencia, su motor.

Seguramente, en alguna obra perdida de Freud habrá un estudio sobre el carácter fálico del palo de golf, sobre la fácil analogía sexual del deporte que consiste en embocar una bola en un agujerito. Si no lo hay, debería haberlo. Y, si no, lo podría escribir el propio Woods, a quien su padre, un fanático del golf que a los dos años ya le llevaba a los programas de televisión de niños prodigio para que mostrara al mundo cómo golpeaba ya a la bola, como un adulto, le apodó Tiger en recuerdo de un compañero boina verde caído en Vietnam sin prever seguramente la connotación de guerrero sexual que tomaría cuando su hijo del alma cumpliera los 34. Una connotación que, en un país que aclama las hazañas bélicas como religión nacional y considera al sexo un pecado, sólo puede conducir a la condena. Y más si va acompañado de engaño.

John Daly, otro golfista de gran talento, ganador de dos grandes, anda por su tercer divorcio, es jugador y alcohólico. Lo asume. Quema a toda velocidad sus ingresos, acepta patrocinios de garitos infames tipo Hooters -hamburguesas y alitas de pollo servidas por camareras-escote-, el papel de bad boy de un deporte de gentlemen. Acepta no alcanzar ya nunca la plenitud deportiva que su talento la prometió. Una forma de canalizar el exceso de testosterona, el exceso de deseo.

Woods nunca podría ser John Daly. Woods fue educado para ser perfecto, jugar como un robot, sentir como una máquina. Para ser el mejor del mundo, el mejor de la historia, le enseñaron, tienes que olvidarte de las pasiones, del deseo. Como es sabido, el corolario inevitable de la represión es la mentira.

Lo más extraordinario es que lo consiguió. Llevando una doble vida, negándose a negarse las pasiones, se convirtió en el mejor golfista de la historia. Nada más empezar a jugar con los profesionales ya fue el mejor del mundo y en tres, cuatro años más ya fue el mejor de la historia. Revolucionó el golf como Picasso el arte. Rompió barreras. Es negro en un deporte de blancos. El primer negro que ganó el Masters, en un Estado, Georgia, en el que los octogenarios aún recuerdan los tiempos de los esclavos; en un campo, el de Augusta, en el que hasta hace 20 años los únicos negros a los que dejaban entrar era a los caddies y a los camareros. Su historia golfística sólo se puede entender como un desafío a los nombres más grandes, a Nicklaus y Palmer, a Bobby Jones y Hogan. Las grandes empresas lo entendieron inmediatamente. Nike, Gillette, Buick, AT & T, Tag Heuer, Accenture..., pujaron para convertirlo en su imagen. Él les correspondió con gracia y donosura. Una sonrisa brillante en los dientes, unos ojos fríos. Una esposa sueca y rubia, Elin Nordegen, a quien conoció, qué entrañable, porque era la niñera de Parnevik, golfista sueco y vecino, quien se la presentó. Dos niños encantadores que le permitieron posados edulcorados, fotos que toda buena familia envidiaba.

Les correspondió también con un apetito único por ser, por seguir siendo, el más grande, por un estilo épico en el campo -trufado últimamente, es cierto, con malos gestos, con malas palabras y miradas heladoras después de fallar algún golpe- epitomizado en la forma en la que, lesionado -dos días después se operó los ligamentos de una rodilla-, cojo, ganó por última vez el Open de Estados Unidos tras un desempate de 18 hoyos en lunes.

La buena imagen, la tierna fotografía de su vida, voló hecha añicos tan pequeños como los del cristal de su coche atizado con un palo de golf por su esposa la noche en la que todo terminó. Desde aquel día, a la velocidad del rayo, volaron también sus orgullosos patrocinadores, que ya no quieren su foto, la cara de un pecador, junto a sus productos; con la misma rapidez, también, Nicklaus, Palmer, Hogan, han dejado de ser los nombres que el aficionado asocia a su lado. Los ha sustituido otra letanía, Rachel Urchitel, Joslyn James, Holly Sampson, Jaimee Grubbs, Kalika Moquin, Jamie Jungers, Mindy Lawlon, Cori Rist, Loredana Jolie... Los nombres de sus supuestas amantes. Nombres que parecen extraídos de un listado de playmates del mes. Nombres que atestiguan que Tiger Woods no limitaba sus hazañas al césped de los mejores campos del mundo.

Foto oficial de la familia Woods tras el nacimiento de su primera hija.
Foto oficial de la familia Woods tras el nacimiento de su primera hija.REUTERS
Jaimee Grubbs y Rachel Uchitel, supuestas amantes de Woods.
Jaimee Grubbs y Rachel Uchitel, supuestas amantes de Woods.AP / AP

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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