Un pequeño inmenso hombre libre
El garabato -signo mayor de la identidad del siglo XX-del pequeño e inmenso hombre libre que esculpió Charles Chaplin en la memoria de su tiempo emerge del olvido siempre que suena el silencio de los malos tiempos, la bestia se despereza y con un zarpazo incendia (de esto hace más de medio siglo) el Reichstag y con otro ( ayer) echa abajo las Torres de Manhattan. Toma aliento una forma -carece, y quizás no necesita, de nuevo nombre, pero tiene, y evidente, una vieja identidad- de lo que fueron y siguen siendo fascismo y nazismo y, cuando se percibe su mal aliento, la elocuencia muda de Chaplin toma otra vez la paz y la palabra.
El gran dictador vuelve estos días a toda Europa, impulsado por el productor francés Marin Karmitz, que se hizo con los derechos de exhibición y difusión de una parte esencial de la obra de Chaplin. Y rescatamos a una película con verdad y fragilidad de cine recién nacido, porque, burlándose de ellos, desvela desde dentro y con precisión mecanismos de la transformación del poder en fuente de crimen y devastación, mecanismos que hoy se están engrasando y cuyo frío hocico asoma por debajo de incontables signos de vida y de muerte contemporáneas.
EL GRAN DICTADOR
Dirección y guión: Charles Chaplin. Intérpretes: Charlie Chaplin, Paulette Godard, Jack Oakie, Reginal Gardiner, Hery Daniell, Billy Gilbert, Maurice Moskovich y Emma Dunn. Género: comedia. EE UU, 1940. Duración: 124 minutos.
Más que un filme es un monumento al honor humano en los tiempos oscuros de la Bestia
Hizo Chaplin su película jugándose no sólo su fortuna, sino tambien la vida. La filmó bajo amenazas de muerte de grupos fascistas norteamericanos y de oscuras oficinas al servicio de los servicios secretos nazis. La siguió filmando aunque las amenazas se ensancharon a las zonas cavernarias del conservadurismo estadounidense. Comenzó a hacerla a finales de octubre de 1939, unos días antes de que, el 1 de septiembre, Hitler invadiera Polonia y desencadenara la II Guerra Mundial. Y siguió haciéndola contra una invitación a que abandonara la filmación por dirigentes judíos, que temían a lo que, bajo especie de mensaje pacifista, el filme podía esconder de provocación airada de un pensamiento libre y radical contra todo despotismo. No les faltaba olfato.
Y la terminó Chaplin en un insoportable estado de mal trance, pues su respuesta poética y profética a Hitler se volvió de pronto contra él. Apresado por uno de sus ataques de furia, generalmente desencadenados por su perfeccionismo, Chaplin finalizó el filme con el célebre discurso pacifista, lo menos convincente del filme, en el que el barbero judío, disfrazado de Führer, llama al mundo a la paz. En realidad, este final fue una improvisación originada en que Chaplin se vio forzado a renunciar -atrapado por la camisa de fuerza de unos medios técnicos incapaces de hacer visible en la pantalla lo que con los ojos cerrados él vislumbraba- a dar fin a la complejísima escena final colectiva que tenía prevista, en la que dos ejércitos enfrentados en batalla avanzan uno hacia otro y, en vez de abrir una ensalada de tiros, se funden e inician un inmenso baile fraternal.
Y dos años más tarde, mientras Europa era arrasada y morían millones en sus ciudades, el alegato apaciguador de esta genial pantomima seguía formando enormes colas ante la entrada de un cine de Nueva York. Sigue este monumento del honor humano en lo esencial intacto. Y lo esencial en él es el conocimiento de Chaplin de los escondrijos del dolor y el humor; y las secretas conexiones de aquél con el poder y de éste con la libertad. Viejo y sencillo cruce de verdades primordiales, indestructibles.
Babelia
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