Una nueva lección de cine indómito
Las austeras, concisas y a veces ásperas y abruptas imágenes del cineasta británico Ken Loach hurgan otra vez, y ya son muchas, en Felices dieciséis dentro de rincones y trastiendas de las luchas de clases de su tierra. Eran y son estas luchas la materia narrativa primordial que abastece a la obra de este singular artista combatiente, comprometido hasta el alma y volcado desde hace más de tres décadas en la prolongación del terco y admirable esfuerzo, que cantó Bertolt Brecht, de encender con enérgicos poemas prosaicos un punto de luz en los tiempos oscuros que corren.
Sin ceder ni un solo palmo de tierra ganada y siempre de espaldas a la hostilidad que despierta, Ken Loach sigue dando, en medio de una envilecedora invasión de cine obediente, lecciones de cine indómito. Y ahora, en esta Felices dieciséis, alcanza nada menos que la representación desde dentro de uno de esos turbadores y a veces conmovedores rincones oscuros del comportamiento enamorado que a veces emprende dentro de sus secos y crudos relatos de combate. Porque este hermoso filme -como ya ocurría en Ladybird, la primera parte de La canción de Carla y Mi nombre es Joe- es, antes que otra cosa, antes incluso que el exacto retrato de un pozo de la clase obrera despojada y arrojada a los estercoleros de la supervivencia, el enérgico, dolorido y desesperado canto de amor de un muchacho adolescente por su madre encarcelada.
FELICES DIECISÉIS
Dirección: Ken Loach. Guión: Paul Laverty. Intérpretes: Martin Compston, Annemarie Fulton, William Ruane, Michelle Abercromby, M. Coulter, G. McCormick, T. McKee. Reino Unido- España, 2002. Género: drama. Duración: 116 minutos.
Un chorro de emoción lírica brota de los entrelineados del airado recuento de la vida diaria de ese muchacho, un adulto prematuro que se las ingenia para salir a flote en las malas aguas de un estanque de pobreza absoluta, un lugar verídico llamado Greenock, situado cerca de los alrededores de Glasgow donde Ken Loach filmó Mi nombre es Joe, también con guión de Paul Laverty, que fue quien le puso en la pista de ese abismo urbano. Y aquel brote de emoción lírica inunda a una imagen seca de puro austera, recia y solidísima, sostenida por la escritura, de gran vuelo imaginativo y altísima precisión, de Laverty, que le valió el premio al mejor guión en el último festival de Cannes.
El tacto y la elegancia con que Laverty y, a su sombra, Loach logran engarzar el documento y la ficción, el cálculo descriptivo de una forma de supervivencia y el torrente lírico que mana por detrás de esa lucha, son algunos nuevos indicios de ese cine necesario que Loach busca y elabora pacientemente y que aquí acaricia de nuevo con las yemas de los ojos. Casi a tientas, sobre la tierra movediza de una zona de Escocia empantanada por el abandono y la miseria, Loach y sus actores, en su mayor parte naturales y arrastrados por el imán expresivo de Martin Compston -que da rostro a Liam, ese muchacho que esculpe su destino a navajazos y lucha por su libertad y la libertad de su madre con ilimitado coraje-, nos mueven por vivos y hondos itinerarios humanos ya recorridos, pero siempre abiertos, y devuelven a la pantalla de ahora el inconfundible sabor de la verdad, que es lo que más necesita el cine para oponerse y desenmascarar a la enorme fábrica de mentiras con que el seudocine ofende últimamente a las pantallas.
Babelia
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