Las imágenes de la ceguera
Durante el estreno en Cannes, hace cinco meses, de Un final made in Hollywood, entonces última y ahora ya probablemente penúltima película de Woody Allen, comprimí mi respuesta íntima a esta rara y notable obra en esta impresión directa, escrita a oscuras, a pie de pantalla: '¡Qué estupenda mala película le está saliendo!'.
No encuentro, después de vista e interiorizada la película, razón alguna para rectificar lo que invita a pensar esa paradoja dicha a vuela pluma. Sí, en cambio, hay razones para tirar de ella, porque no es la primera vez que el mal hacer, el desaliño, la falta de esmero, la sensación de apresuramiento y la indiferencia ante el mal acabamiento de escenas e incluso de secuencias se adueña de una película de Allen y, pese a ello, funciona. Y este gran artista, otras veces atrapado, aunque siempre muy lejos del perfeccionismo, por la pasión del buen acabamiento, considera finalizado a su filme sin haber dado el pulimento que merece, dejando pasar por buenos a momentos que ofrecen evidencias de tosquedad, de mal oficio y de torpeza en la construcción y en la puesta en pantalla. Y es finalmente ésta Un final made in Hollywood una de esas películas de Allen formalmente torponas que tienen dentro, agazapados bajo esa torpeza, largos y tercos momentos de cine inmenso.
UN FINAL MADE IN HOLLYWOOD
Dirección y guión: Woody Allen. Fotografía: Wedigo von Schultzendorf. Intérpretes: Woody Allen, Tea Leoni, George Hamilton, Debra Messing, Mark Rydell, T. Thiessen, Treat Williams. EE UU, 2002. Género: comedia. Duración: 105 minutos.
Woody Allen oscila de una fría dureza crítica a instantes de una gran comicidad clásica
Un casi olvidado director de cine norteamericano, vieja gloria del cine independiente de su país, desde cuya libertad ganó hace un par de décadas dos oscars, pero que ahora se encuentra en una rampa de declive profesional con pinta de irreversible, se ve un día sorprendido, asombrado incluso, por una oferta de su odiado Hollywood en la que el atildado, odioso, trivial y opulento productor-negociante con que su ex mujer se ha casado le ofrece -a él, a un artista ingobernable, a un clásico del cine americano, a un cineasta exquisito, de los que sobreviven con el honor intacto, filmando miniaturas de cine publicitario y cochambrosas series televisivas- dirigir una importante película de presupuesto medio. Y todo se desencaja de pronto en el claro desorden y la lenta deriva hacia ninguna parte por donde discurren la vida privada y la vida profesional de este hombre, al que no hace falta ser un lince para identificar como una sombra burlona del propio Woody Allen.
Y éste se mete, como actor y como director, bajo la piel de esa sombra suya y, desde ella, con redomada astucia, mata con un solo tiro a dos de sus pájaros negros: el que representa su ex mujer, una californiana que se divorció de él porque no pudo sacarle del cine independiente ni de su Nueva York para instalarse con ella en Hollywood; y ese Hollywood, metáfora de América, que es el compendio de todo cuanto Woody Allen desprecia e incluso odia de su amado oficio de cineasta. Obviamente, el precipitado de ambos pájaros o hilos argumentales es, en manos del comediante neoyorquino, pura dinamita.
Pero al instinto cómico de Allen no le basta con ese apabullante doble material explosivo, al que considera convencional, y añade al incendio moral que hay dentro de toda verdadera comedia otro ingrediente aún más sofisticado y más incendiario. Se trata de una hazaña del crescendo cómico poco menos que inalcanzable, pero que el fertil ingenio de Woody Allen consuma con desarmante facilidad, sin aparente esfuerzo, mediada la película y haciendo que -al estilo de los grandes aristócratas del género, de Charles Chaplin, de Ernst Lubitsch, de Preston Sturgess, de Gregory LaCava, de Mitchell Leisen, de Billy Wilder- el filme comience de nuevo cuando el personaje del director que interpreta, víctima de un ataque de pánico histérico causado por su miedo a no estar técnicamente preparado para ponerse al frente de la maquinaria de una producción de Hollywood, se queda de pronto ciego. Y a lo grande, en una magnífica decisión suicida, el atribulado director -y ahí salta como un resorte el sello del genio cómico de Allen- decide disimular su ceguera y hacer la película sin ver.
Un final made in Hollywood fue en mayo pasado tratada con dureza por la crítica estadounidense y el público de su país, como a tantas otras obras de Allen, la dio la espalda. Pero al darle la espalda se la ha dado también a una de las más ricas tradiciones de Hollywood, la de la comedia loca, que es paradójicamente mantenida en estado de pureza por el cineasta menos hollywoodense que cabe imaginar. Es Un final made in Hollywood, con sus trozos y destrozos de cine mal hecho a cuestas, una magnífica comedia imperfecta, un disparate desequilibrado pero vivísimo, lleno de esquinas imprevisibles de libertad y vitriolo.
De ahí que convenga verla con un grano de indulgencia en los ojos cuando se pone algo tosca y aburrida, porque del fondo de uno de sus recodos puede saltar en cualquier momento un trazo o un instante de genialidad cómica, como la arrolladora gracia del largo y tortuoso ajuste de cuentas, trufado con fríos paréntesis de golpe de profesional a profesional, del encuentro de Woody y su ex mujer; o la escena del rodaje en el decorado, en la que Woody se desploma al vacío; o la fastuosa, digna del mejor Chaplin, escena de Woody con el productor en el sofá. Son gotas del ingenio cómico envenenado, del inmenso talento malvado, que destila el creador de este filme gracioso, pero de fondo abrupto y durísimo, que merece verse pese a sus imperfecciones.
Babelia
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