La ferocidad de los clásicos
El cine de terror ha tenido una curiosa cosecha este año: metalingüística, autorreflexiva, intoxicada por los registros de la telerrealidad y YouTube, obsesionada en cuestionar los tradicionales modos de representación del género. En semejante contexto, El territorio de la bestia, de Greg McLean, no es tanto un anacronismo como un gratificante islote esculpido por las esencias clásicas. Cuando la película se proyectó en la pasada edición del Festival de Sitges, buena parte del público suspiró con alivio: por fin, se proyectaba una película que no pretendía revisar, ni cuestionar nada, sino que, simplemente, orquestaba sobresaltos sin doble fondo, pero con transparente maestría.
EL TERRITORIO DE LA BESTIA
Dirección: Greg McLean.
Intérpretes: Michael Vartan, Radha Mitchell, Sam Whortington, John Jarratt.
Género: terror. Australia, 2007. Duración: 92 minutos.
McLean se dio a conocer con Wolf Creek (2005), esquemático, insuficiente y hemoglobínico psychothriller que sacaba notable partido de sus escenarios naturales australianos y revelaba gusto y precisión por el encuadre inquietante. El territorio de la bestia amplifica las bondades de ese estreno y supera sus defectos: la atmósfera y el paisaje vuelven a ocupar una posición central pero, aquí, su plantel de personajes -descrito con encomiable economía de trazo- se eleva por encima de la funcional condición de carnaza desechable.
Pesadilla febril
En El territorio de la bestia, un reportero, un heterogéneo grupo de turistas y su ocasional guía de viaje tienen la mala fortuna de incursionar en el hábitat de un hiperbólico cocodrilo que irá dando buena cuenta de los responsables de la intrusión hasta el casi abstracto combate final con uno de los supervivientes. No hay nada más, pero tampoco nada menos: McLean no se anda por las ramas, no dilata innecesariamente su relato, pero explora todas las posibilidades de esa situación única mediante un virtuoso manejo de las viejas mecánicas del cine de aventuras.
Por supuesto, hay una sabiduría técnica muy de última generación a la hora de insuflar vida y verosimilitud al monstruo, pero McLean pone un singular empeño en subrayar la fisicidad de esta pesadilla febril que escala hacia los terrenos de lo mítico. El resultado no parece un videojuego, sino esa quimérica película que uno podría haber soñado en una infancia sin pantallas a la altura de imaginaciones desbordadas.
Babelia
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