La feria de los simulacros
Convirtiendo al Jason Bourne de Robert Ludlum en el mito posheroico de una era sin identidad, en ese guión Tony Gilroy se reveló autor especialmente dotado para reajustar viejos géneros a las claves de lo contemporáneo. Su debut como director, Michael Clayton (2007), fue interpretado como recuperación de los modos y maneras del thriller liberal estadounidense de los setenta, pero ofrecía una perturbadora imagen de un presente donde la ética emergía como disfunción y la gestión de la muerte podía resolverse del modo más aséptico, contratando una empresa de servicios vía Internet. Duplicity, su segundo largometraje, supone un visible cambio de registro (más lúdico, menos grave, descaradamente accesible), pero la capacidad de Gilroy para acertar en el centro exacto del espíritu de nuestra época no muestra signos de debilidad.
DUPLICITY
Dirección: Tony Gilroy.
Intérpretes: Julia Roberts, Clive
Owen, Tom Wilkinson, Paul Giamatti,
Denis O'Hare, Tom McCarthy.
Género: comedia. EE UU, 2009.
Duración: 125 minutos.
Estudiado rompecabezas, laberinto narrativo con (falsas) rutas marcadas, impecable juego de director-guionista listo, trilero y empeñado en levantarle la camisa a cada uno de sus personajes antes de levantársela, en pleno clímax, a la platea entera, Duplicity recoloca en el universo corporativo ese tema que dio tanto de sí a la tan estimable como reiterativa serie Alias: la vida privada del espía, el estado perpetuo de seísmo sentimental para quien vive en el simulacro.
Julia Roberts y Clive Owen encarnan a dos profesionales del espionaje que el tiempo ha puesto al servicio de la empresa privada: las tensiones de la guerra fría han dado paso a los combates invisibles por obtener el santo grial del consumo. Bajo la imponente sombra de dos colosos de la industria cosmética que, en los títulos de crédito, han librado un hiperbólico combate entre lo homérico y lo grotesco, los personajes encarnados por Roberts y Owen intentarán dilucidar si eso que parece imantarles es una historia de amor o bien una de las formas tácticas propias de ese oficio que les ha transformado en impecables maestros de la impostura y la artimaña.
Con visible conocimiento de causa de los ritmos de la screwball comedy de los años treinta y cuarenta, Gilroy maneja el material como si fuera una suerte de Howard Hawks de síntesis nacido entre los biombos de oficina de Playtime (1967). En ocasiones, la película parece acercarse a la órbita de Casa de juegos (1987), al tiempo que sus jugueteos con la jerga corporativa invitan a pensar en un seudo-Mamet en clave orgullosamente ligera. Tom Wilkinson y Paul Giamatti, en la piel de los líderes de empresa enfrentados a muerte, tienen el brillo y la precisión cómica de secundarios de una improbable comedia de Preston Sturges para tiempos de arrogancia económica. De todas formas, tanto elemento referencial no nubla la evidencia de que el conjunto es Gilroy en estado purísimo, el mismo Gilroy que en Michael Clayton reescribía en clave preservativa la secuencia del asesinato de Cortina rasgada.
Es posible que el tránsito entre la altísima ambición de Michael Clayton y la descarada frivolidad de Duplicity caiga como un jarro de agua fría sobre algunos espectadores. Aquí Gilroy se revela más amigo del ingenio que de la hondura: la revelación de la naturaleza del macguffin que mueve la trama -y que, a su vez, se desvela puro espejismo- es, en este sentido, toda una declaración de principios, perfecta metonimia idiota de una era cuyo único dogma de fe es la apariencia y cuya idea de esperanza se cifra en la capacidad de camuflar toda mentira en una mentira mayor.
Babelia
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