'El apartamento'
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Después de ver Breve encuentro (1945) de David Lean, Billy Wilder apuntó una pregunta en su cuaderno de notas: "¿Qué pasa con el amigo que tiene que meterse en esa cama todavía caliente?". En esa historia de amor ilícito escrita por Noel Coward, el director de Con faldas y a lo loco había detectado otro sugestivo drama a fondo de plano: las inquietudes, la melancolía y las corrientes internas del amigo que cedía su cama para el encuentro de los adúlteros. Por aquel entonces Wilder aún no lo sabía, pero ahí estaba el germen de la que muchos años más tarde sería celebrada como una de sus más incontestables obras maestras: El apartamento (1960). No obstante, cuando la película alcanzó su estatus mítico no tardaron en circular otras historias alternativas sobre su génesis: la más pintoresca de todas ellas era la que contaba Tony Curtis, que atribuía a su frenesí seductor con las figurantes de Con faldas y a lo loco (1959) la chispa que encendió la inspiración de Wilder. Al parecer, encontrar una cama libre en pleno rodaje siempre era un problema.
Lo cierto es que esa figura que en Breve encuentro se camuflaba en los intersticios de la trama ocupaba aquí el centro de la película: era su corazón, su alma, y tenía el rostro de Jack Lemmon, que acababa de encandilar a Wilder en Con faldas y a lo loco y podía ceñirse el arquetipo del perdedor americano como si fuese una segunda piel. En cierto sentido, Jack Lemmon era la versión mejorada y redefinida del Tom Ewell de La tentación vive arriba (1955). Su interpretación de C. C. Bud Baxter, el empleado de la titánica Consolidated life que medra prestando su apartamento como picadero para sus superiores, cargó al personaje de matices, sutileza, patetismo y comicidad. Que el un tanto excesivo Burt Lancaster de El fuego y la palabra le arrebatase el Oscar puede contemplarse hoy como una de esas frecuentes injusticias que jalonan la historia de la Academia. Tampoco Shirley McLaine -espléndida como la ascensorista que llega a odiarse a sí misma por su relación con un jefe encanallado- recibió la estatuilla, que en este caso fue a parar en manos de la Elizabeth Taylor de Una mujer marcada. Billy Wilder tuvo bastante más suerte: tres de los cinco oscars que mereció la película fueron suyos -Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión, compartido con el imprescindible I. A. L. Diamond-. Los otros dos galardones distinguieron al montaje y a la dirección artística de Alexandre Trauner.
La película de Wilder aportaba una pista desde su mismo título: en ella, los espacios eran un protagonista más. La dialéctica entre ese apartamento modesto y la oficina ciclópea y deshumanizada define, en buena medida, la esencia de esta comedia dramática que funciona como un instrumento de precisión. Si, a los ojos de algunos detractores, Wilder había sido una versión un tanto burda y soez de su complejo maestro Ernst Lubitsch, aquí demostraba que podía seguir siendo el mismo -cruel, descreído y grosero-, al tiempo que se postulaba como elegante poeta del aislamiento urbano. Este "sucio cuento de hadas", tal y como lo definió un crítico americano, nació tocado por la inmortalidad.
Babelia
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