Bésame, monstruo
Es tan infrecuente una película como ésta que el crítico se siente obligado a contener toda propensión al ditirambo: un trabajo que coge uno de los arquetipos tradicionales de su género (el terror) para presentarlo bajo una luz inédita, con abrumadora originalidad tanto en el fondo como en las formas. Adaptación de la novela de John Ajvide Lindqvist, la película del sueco Tomas Alfredson es una historia de vampiros, tan romántica, sórdida, desesperada y arrebatadora como requiere el mito. También es una desaforada historia de amor entre niños monstruosos, en forma de cuento cruel y con textura de radical y ultra-congelado cine de insular radicalidad expresiva. Está más cerca de La hora del lobo (1968), de Ingmar Bergman, que de la reciente Crepúsculo, y, también, invita a reevaluar toda la poética del niño raro cultivada por Tim Burton: Alfredson sí se atreve a llegar a fondo del asunto y su celebración de la ternura del monstruo no excluye que lo significativo es que se está hablando, precisamente, de monstruos. O, por lo menos, de quienes la mayoría sanciona como tales.
DÉJAME ENTRAR
Dirección: Tomas Alfredson. Intérpretes: Kåre Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl.
Género: terror. Suecia, 2008.
Duración: 115 minutos.
En Déjame entrar, Oskar, un niño de doce años víctima de acoso escolar que recorta y pega sus sueños de violencia, conoce a Eli, la enigmática niña que acaba de mudarse al piso de al lado y que quizás hace doscientos años que tiene doce años. La historia de amor que nace entre estas dos soledades tiene más capas de las que soñaría el psicoanalista más infatigable. Alfredson logra enaltecerla mediante una película que no es sólo buena: es única e importante, perturbadora, bellísima y brutal.
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