El voto del consumo
Aceptando las críticas al consumismo indiscriminado; a la desigualdad de oportunidades, especialmente en tiempos de crisis y paro, y a un despilfarro que ocasiona el agotamiento de los recursos, y sin olvidar que en el mundo poco más del 20% de sus habitantes tiene acceso al consumo, los que concentran el 80% de la riqueza, y que casi el 20% de los catalanes viven por debajo del umbral de la pobreza, hemos de reconocer, sin embargo, que estamos dentro de la sociedad del consumo y que hemos de superar ciertos prejuicios anticonsumo. Consumir para cubrir nuestras necesidades, especialmente en la esfera de la labor doméstica, nos caracteriza como sujetos contemporáneos y nos permite ciertos márgenes de elección: en cada opción que tomamos -dónde compramos, qué, envuelto cómo- estamos, en cierta manera, votando. Somos lo que comemos y lo que consumimos. Elegimos marcas, tiendas y envoltorios; y dichas tendencias pueden determinar las direcciones hacia las que deberán ir las empresas con sus productos.
Con cada compra votamos a favor de ciertos modos de vida y en contra de productos, envoltorios y empresas que rechazamos
Por ello, ciertas posibilidades son cada vez más emergentes, como el comercio justo, que consolida un tipo de consumo responsable en el que se garantiza que lo que compramos se ha cultivado y transportado con garantías para sus productores, que no están explotados, hay menos intermediarios y no se utiliza ni un exceso de fertilizantes ni pesticidas contaminantes.
En nuestro consumo podemos elegir la calidad y la procedencia, favoreciendo el comercio local: comprando en tiendas, mercados y ferias artesanas, en vez de ir a los grandes almacenes o a los centros comerciales. Reforzar el pequeño comercio beneficia la vida y la actividad del barrio. Y en los últimos 20 años en Cataluña ha aumentado cuantitativamente el porcentaje de personas que compran en el propio barrio. Consumir productos locales implica ahorro de energía y de infraestructuras, contra el despilfarro de transporte que tanto negocio da a los intermediarios y tanto perjudica al territorio y al paisaje.
Podemos informarnos de qué consecuencias tiene en el entorno lo que consumimos: procedencia, transporte, energía utilizada, residuos generados, posibilidades de reciclaje. Por lo tanto, podemos tener en cuenta la actitud ética de las empresas: si indican claramente la procedencia y los componentes de sus productos, si respetan los derechos de sus trabajadores, si en sus métodos de producción ahorran recursos y respetan el medio ambiente. En este sentido, las campañas de sindicatos, organizaciones de consumidores y ONG contra las industrias que amenazan con despidos, que recurren a la explotación infantil o que engañan a los consumidores, han tenido cierta repercusión.
También podemos tener en cuenta la actitud de los bancos a los que recurrimos: si otorgan microcréditos; si fomentan obra social y cultural allí donde se implantan; si evitan entrar en inversiones basura y de alto riesgo. Este voto del consumidor puede penalizar a los que no tienen ética en lo que producen, cómo lo producen y cómo tratan a sus trabajadores. Los que no tienen escrúpulos -recordemos casos como Enron, Lehman Brothers y Madoff-, acaban hundiéndose, aunque sus capitanes salten impunemente.
Una compra sostenible se corresponde con un consumo inteligente: busca durabilidad y eficiencia, menos impacto ambiental y más beneficios sociales. Si los usuarios exigen electrodomésticos, automóviles y viviendas que ahorren energía, el mercado deberá ofrecer estos productos. En esta dirección, la Diputación de Barcelona editó en 2007 el Manual Procura+, una guía para la compra sostenible por parte de los entes públicos.
Son las necesidades de miles de compradores las que pueden generar nuevos bienes, como los sacos de cemento de 20 kilos que las empresas cementeras brasileñas comercializaron para poder ser transportado por las mujeres, que son el pilar sobre el que se basa la autoconstrucción de viviendas.
Poco a poco, ciertas actitudes que podían parecer testimoniales pueden llegar a tener peso, como la red Slow food, de raíz italiana; el local food norteamericano, y la alimentación procedente de la agricultura orgánica. O como rechazar bolsas y botellas de plástico, tretrabricks y latas, difícilmente reciclables, y usar botellas de cristal y nuestras propias bolsas de tela.
El consumo tiene esta cara positiva: como dirían los existencialistas, en cada compra estamos primando unas empresas, un tipo de comercio, ciertos productos y empaquetados; en definitiva, estamos votando a favor de ciertos modos de vida y de consumo y en contra de aquellos productos, envoltorios o empresas que rechazamos. Superando el puritanismo anticonsumista, que en otros tiempos negó la posibilidad del ornamento fruto del trabajo artesanal y que pretende negarnos el placer de comprar o de vestir a la moda, podemos ser consumidores responsables y solidarios, en una nueva era de postconsumo en que seamos conscientes de las repercusiones en cadena que cada elección comporta.
Josep Maria Montaner es arquitecto.
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