La vigorosa belleza de la inestabilidad
Pocos momentos tan intensos y conmovedores se pueden vivir hoy en un espectáculo en directo como el que cierra Le fil sous la neige, de los funambulistas Les Colporteurs, bajo la roja carpa instalada junto al Mercat de les Flors, en Barcelona. Los siete fildeféristes (por utilizar la bonita palabra francesa) que nos han asombrado durante casi dos horas con sus equilibrios, acrobacias y danzas sobre el alambre, parten a un último viaje aéreo cogidos de la mano mientras, debajo, en la pista, sometido a la gravedad de la que escapan sus criaturas, sus actores, el director de la troupe, Antoine Rigot, ex funambulista definitivamente arrojado de su arte a causa de una gravísima caída hace años durante unos ensayos en la playa, sigue sus pasos atado a la tierra. La imagen de Rigot bajo el alambre, cojeando torpe, casi grotesco, Ariel devenido Calibán, es de las que no se olvidan. Pero, aunque te pone el corazón en un puño, no es una imagen triste ni desesperanzada. Ya escribió Philippe Petit en su Traité du funambulisme que cuando un funámbulo inspira piedad merece dos veces la muerte. No, Rigot, que se hizo funámbulo por una mujer (Agathe Olivier, cofundadora de Les Colporteurs y con la que antes creó La Volière Dromesko), añora el aire y el hilo de acero, pero ha sublimado ese anhelo de ángel caído enviando a sus actores allá arriba para hacerlos vivir por él sus sueños de alambre.
Conmovedor es el espectáculo de Les Colporteurs en el Mercat de les Flors
Le fil sous la neige muestra el repertorio casi completo de las suertes del funambulismo (exceptuemos la tortilla que se hacía el gran Blondin -no, no al caer- en medio de su paso sobre las cataratas del Niágara). Los espectadores de edad -anteayer los menos: la carpa estaba llena de jóvenes y de niños bulliciosos- recordarán sin duda al ver el espectáculo a los lejanos Troubadours, que hace 30 años recreaban en el Saló Diana sobre el alambre, desde la perspectiva de juglares medievales, la cruzada de Simon de Monfort contra los cátaros albigenses.
Aquí no hay un gran argumento como aquel. Los volatineros de Rigot, tres hombres y cuatro mujeres, trazan sobre el alambre -en realidad, todo un laberinto aéreo compuesto por cables a distintas alturas- pequeñas historias, de encuentros y desencuentros, amores inestables (!), amistades, rivalidades, historias que se dibujan y desdibujan en el aire. Hay momentos poéticos, aunque nunca edulcorados, gags divertidos, situaciones dramáticas y vigorosas, instantes de audacia y riesgo. Una chica atraviesa el alambre ¡con puntas de ballet! Otra lo hace con tacones y otra más de cabeza, como lo oyen. Hay saltos mortales atrás y adelante, que son las acciones más espectaculares y en las que alguna vez -¡ay, esa concentración!- los equilibristas caen.
A ratos uno piensa que la función derivará hacia ese lirismo existencialista de los montajes de Pina Bausch, pero, aunque algo hay de eso, Les Colporteurs no van por esa senda. Se quedan un poco más aquí. Son más directos, energéticos, vitalistas; menos sinuosos y sutiles. Probablemente también menos profundos.
La música marca asimismo una gran diferencia. Interpretada en directo, vigorosa, musculada, estrepitosa a ratos. Uno piensa que podrían haber hecho un espectáculo más hermosos aún con una selección musical más refinada. Pero seguramente ya no serían Les Colporteurs, cuya poética no está nunca exenta de la rudeza callosa de la pista, de la arriesgada materialidad del circo.
Le fil sous la neige, con sus artistas instalados como golondrinas sobre el cable, se ha convertido en espectáculo revelación de la temporada. Arrancó sus funciones el fin de semana pasado y continúa esta y la próxima. Ha funcionado el boca-oreja y se están agotando las localidades en cada representación. La gente lo pasa estupendamente, pese a la duración, un pelín excesiva para ser un espectáculo completamente redondo.
No se pierdan la increíble combinación de belleza, riesgo y poesía de estos funambulistas. En la memoria quedan su valor, su habilidad y el canto profundo de la vibración del alambre, que nos recuerda que en la vida todos estamos sometidos, por supuesto, al tan humano riesgo de caer.
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