El filo del horizonte
1En el avión a Roma, cuando ya hemos despegado y el cinturón de seguridad deja de ser obligatorio, un joven de aire ausente y más bien zombi se estira completamente en el suelo de una hilera de tres asientos vacíos en la salida de emergencia y se pone a leer una novela de Isabel Allende. Estoy tan convencido de que las azafatas de Clickair van a recriminarle su actitud (tal vez incluso la autora elegida para leer) que me llevo una sorpresa al ver que se ríen y le permiten seguir de aquella forma y con aquel libro, pues por lo visto no hay ordenanza alguna que lo prohíba. Me concentro en el periódico que leo y al poco rato casualmente leo: "Fue el primero en advertir cuál era el peligroso filo de nuestro horizonte y en emitir el diagnóstico certero de que la estupidez no tardaría en avanzar de forma imparable en la sociedad occidental".
2Claudio Magris (o lo contrario de la estupidez) por la noche en Roma, recién llegado de Finlandia. Sabe que este verano pasé una semana en Helsinki. Se mezclan los recuerdos respectivos y confirmo que Finlandia une porque crea adicciones y ciertos entusiasmos. Es sábado 6 de octubre. Llueve en una Roma gris, melancólica, con un cielo de extraño color ceniza. Nos hallamos en medio de un baile de paraguas entrando en el teatro Parioli, donde se entregan los premios Elsa Morante de este año, que Magris recibe en la modalidad a la carriera (a la totalidad de su obra), modalidad sobre la que no tardará en ironizar cuando diga que la distinción le ha recordado a una jovencita que el otro día le dijo: "¿Sabe que usted se licenció con mi abuela?".
Comenta que no hace ni 24 horas iba andando con su hijo mayor por un bosque finlandés buscando setas y que para distinguir entre las comestibles y las venenosas se dejaba guiar por las instrucciones de un libro bien versado sobre el tema. Y paso a imaginarle con una mano en el libro -es asombroso hasta dónde puede llegar la confianza en la palabra escrita-, libre la otra para arrancar la seta recién encontrada y hacerla pasar por el filtro del examen libresco. Vida y literatura más unidas que nunca, en estrecha ligazón en esa perfecta secuencia de una excursión finlandesa. La vida dependiendo peligrosamente de un hilo, es decir, dependiendo de un libro que parece lleno de sentido. ¿Y cómo no pensar entonces en algo que le oí decir, el año pasado en Madrid, al propio Magris: "La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido"? No hay cita que sintetice mejor su visión de la íntima relación entre literatura y existencia.
Se acuerda de pronto de una historia con mi abrigo en el invierno del año pasado en Madrid. En el hall de su hotel madrileño, él salió disparado hacia la calle para unas fotografías de un periódico y se llevó mi abrigo confundiéndolo con el suyo. Estaba ya denunciando al conserje la desaparición cuando vi que regresaba de su sesión de fotos con un abrigo sospechosamente parecido al mío, y sólo entonces comprendí lo ocurrido. Un inquietante intercambio de identidades que, como Magris es un buen germanista, me hizo pensar en la involuntaria permuta de sombreros al inicio de El Golem de Gustav Meyrinck. La verdad es que desde aquel día llevo con especial orgullo mi abrigo y a quien quiera oírlo le digo: "Me llamo Magris como todo el mundo".
Cuando volvemos a hablar de Finlandia, surge la figura de Sibelius y comentamos una página de Diario de un mal año, el último libro de Coetzee, donde el escritor dice haberse sentido conmovido con las últimas notas de la quinta sinfonía del compositor finlandés y haber experimentado la grande y creciente emoción que la escritura de la música buscó en su momento suscitar. Se pregunta Coetzee qué habría sentido si hubiera sido un finlandés del público asistente a la primera interpretación de la sinfonía en Helsinki, casi un siglo atrás, y le hubiera embargado esa oleada sonora. Y se contesta a sí mismo que se habría sentido "orgulloso de que los seres humanos podamos crear semejantes cosas a partir de la nada. Contrastemos eso con los sentimientos de vergüenza porque nosotros, nuestra gente, hemos creado Guantánamo. Creación musical, por un lado, una máquina para infligir humillación por el otro; lo mejor y lo peor de lo que somos capaces los seres humanos".
Más tarde, en el escenario del Parioli, el señor Alfonso Pecoraro Scanio, ministro italiano de Medio Ambiente, me susurra al oído algo sobre un oso italiano y, como es lógico, no entiendo nada y, además, me quedo aterrado por no comprenderlo, y sólo comienzo a entender de qué me ha hablado cuando, dos horas más tarde, en la cena, me explican que el ministro ha quedado seriamente afectado porque la semana pasada abatieron un oso italiano en tierras eslovenas.
Me parece simplemente raro -o de un sofisticado y extremado nacionalismo- que alguien pueda creer que hay osos italianos, y me acuerdo de El conformista de Bertolucci, donde una señora, que da de comer a unos pájaros en un parque romano, les habla a éstos en italiano, sin duda porque cree que hablan en su idioma.
3En el avión de vuelta a Barcelona, las azafatas de Clickair no reaccionan -las disculpo, qué se hace en estos casos- cuando un joven italiano comienza a imitar, cada 15 minutos, los graznidos de una gaviota. Parecen gritos de desesperación y tienen un punto inquietante. Muy pocos pasajeros van sobrecogidos, seguramente son los únicos conscientes de que la estupidez en Occidente avanza imparable.
En La línea del horizonte, de Tabucchi, una gaviota se posa en el suelo del cementerio de Génova y camina torpemente entre las tumbas con aire curioso. Un hombre que anda por allí la interroga: "¿Quién eres? ¿Quién te envía? En la dársena también me estabas espiando, ¿qué quieres?".
¿Hablan las gaviotas en italiano?
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