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Columna
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La corrosión de la Universidad

A lo largo de las últimas semanas, han aparecido en las páginas de EL PAÍS diferentes indicios del malestar sordo que late en las universidades catalanas y españolas. Quizá el más destacable ha sido el manifiesto Por la calidad de las universidades públicas, que, suscrito por decenas de ilustres académicos, pide la retirada del borrador del Estatuto del Personal Docente e Investigador. Es una demanda que hago mía pero que -como bien saben los colegas firmantes- no resolvería ni de lejos los problemas que nos aquejan. Porque la "burocracia tan pavorosa como paralizadora" que el manifiesto denuncia no constituye una amenaza potencial aún evitable, sino una realidad ya plenamente instalada, como un cáncer, en el organismo universitario.

El modelo ha creado una dicotomía entre los alérgicos a la gestión y quienes incluso la prefieren a la docencia

Puesto que nunca hice de ello un secreto, no necesito ahora confesar mi escepticismo inicial respecto de los efectos salvíficos del llamado Plan Bolonia. Con todo, es sólo en este momento, concluido el curso 2010-2011, cuando puedo invocar sobre la nueva receta mi experiencia personal. La resumiré brevemente. Bolonia exige, en teoría, grupos de docencia más reducidos y, en consecuencia, se me asignaron tres grupos de una treintena de alumnos cada uno; eso sí, los tres el mismo día, a la misma hora y -claro- en la misma aula, lo cual los convertía de facto en un macrogrupo de casi cien estudiantes, echando por tierra todas las bonitas teorías acerca de la evaluación continua, las tutorías personalizadas, las prácticas constantes, etcétera. Es aquello tan nuestro: hecha la ley, hecha la trampa.

Entonces, ¿en qué se ha traducido realmente la entrada en vigor del Espacio Europeo de Educación Superior? Pues, hasta donde he podido observar, en una apoteosis de la burocracia. Las condiciones reales del trabajo docente no han cambiado, o lo hacen a peor a causa de las restricciones económicas; pero el profesorado debe malbaratar horas y horas en la confección de informes y "guías docentes" llenos de tautologías y obviedades expresadas en pomposo argot seudopedagógico ("competencias", "prerrequisitos", "resultados de aprendizaje", etcétera), mientras se le exigen previsiones absurdas de tan minuciosas sobre cómo va a controlar y evaluar a sus alumnos día por día. Después, nadie se preocupará de saber si todo eso se ha cumplido, o siquiera si era aplicable, porque lo importante no es qué ocurre en las aulas, sino que todos los formularios estén debidamente cumplimentados.

No obstante, y en descargo de Bolonia, debe admitirse que el devastador proceso de burocratización viene de más atrás. Arranca de cuando se creyó posible confiar la gestión de unas universidades cada vez más complejas al propio profesorado, sin caer en la cuenta de que se puede ser un físico formidable, o un filólogo excelso, y no tener ni inclinación ni destreza alguna para el análisis de un presupuesto o la pugna en torno a unos recursos de personal. Ello ha dado lugar a una creciente dicotomía entre los universitarios alérgicos a la gestión (me reconozco uno de ellos) y aquellos otros que, en cambio, incluso la prefieren a la docencia y a la investigación o, en ciertos casos, se han hecho fuertes en ella, viéndola como la fuente del poder académico. Estos segundos (lo digo sin acritud, incluso con admiración) son los que encuentran casi amena la lectura del BOE y del DOGC, los culo di ferro capaces de aguantar reuniones interminables y de asumir lo humanamente ingrata que suele resultar su tarea.

Quizá me equivoque, pero intuyo que el cóctel entre la dinámica que imprimen a la institución esos universitarios gestores, más los defectos estructurales de Bolonia -o de su aplicación aquí-, está detrás de la plaga burocrática que corroe, ahoga y consume buena parte de las energías de nuestra enseñanza superior. Y ello me parece mucho más preocupante que los recortes presupuestarios. Porque los recortes pasarán antes o después; pero, si se impone un modelo de Universidad rígida, formalista, uniformizadora, dominada por el papeleo (aunque sea informatizado), entonces el daño ya será irreversible.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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