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Antes de las cenizas

Los incendios se apagan en invierno. A los políticos se les llena el discurso de aforismos cuando hablan del medio ambiente. En todo caso, la expresión está lograda. Hace referencia a la necesidad de habilitar políticas de prevención y remedio mucho antes de que se nos eche encima la temporada de incendios (aterrador concepto) y nos tengamos que echar al monte con las mangueras y los hidroaviones.

En Cataluña la cosa de los incendios pinta de nuevo mal. El periodo de sequía que estamos atravesando nos puede jugar de nuevo una mala pasada en verano. Las precipitaciones de este invierno han saneado las reservas de nuestros pantanos para alivio de todos, pero también han alimentado sobremanera el matorral del sotobosque, circunstancia que multiplica el riesgo.

En los últimos veinte años se han quemado en Cataluña 200.000 hectáreas de bosque

Entre los efectos del cambio climático que se hace cada vez más evidente en Cataluña, los científicos anuncian que las primaveras serán cada vez más secas (lo son ya un 20% más que hace 30 años). La lluvia cesa y el matorral que ha venido medrando en el suelo forestal durante estos meses se agosta antes de hora, se seca y pasa a convertirse en mecha. Una gigantesca tea que puede prender ante cualquier imprudencia, no digamos en manos de quien lo quiera provocar.

Con casi dos millones de hectáreas forestales (el 60% de nuestro territorio) Cataluña es un país de bosques. En ese sentido mantenemos una situación de privilegio respecto al resto de la Unión Europea, pero un privilegio que exige custodia. Y es que, aunque los catalanes tocamos a casi 200 árboles por cabeza, la otra cifra que hay que tener en cuenta es que en los últimos 20 años se nos han quemado 200.000 hectáreas de bosque, lo cual es una auténtica salvajada.

Miren, los que nos dedicamos a esto de la divulgación ambiental solemos recurrir al equivalente en campos de fútbol en lugar del número de hectáreas cuando hablamos de incendios forestales. Seguramente entenderán mejor la cifra que les acabo de reseñar si la traduzco: 200.000 campos de fútbol como el Nou Camp, esa es la superficie de bosque que hemos perdido en tan sólo dos décadas.

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Es difícil mantener la calma incluso al teclado del ordenador cuando uno piensa en ese inmenso bosque convertido en un cenicero. Por eso somos muchos los que pensamos que ha de ser en invierno, en primavera, en verano y en otoño: los incendios han de estar apagándose siempre. Es cierto que la gestión de la ministra Narbona está resultando decidida al respecto. Para empezar ha plantado cara a la especulación de los terrenos quemados prohibiendo cualquier tipo de recalificación de las parcelas quemadas durante 30 años y ha anunciado por primera vez mano dura contra los pirómanos, que por fin serán juzgados con la máxima severidad del código penal.

Sin embargo, además de habilitar medidas fiscales y penales para evitar la gasolina en el bosque, tal vez sería conveniente hacer uso de otras herramientas para apagar los fuegos, como la educación ambiental, la concienciación y, si me lo permiten, la seducción.

Hay que provocar urgentemente una cita entre el bosque y nosotros. Ya sé que ante tanta realidad virtual y tanta emoción enlatada el canto de un petirrojo en la rama de un roble o la sombra matriarcal de una encina cotizan a la baja, pero hay que intentarlo, por lo menos con los chavales.

Es preciso abrir un espacio en la agenda escolar para provocar el encuentro de nuestros chicos con el bosque más a menudo, el resto ya lo hará la naturaleza, que es la gran seductora. Sólo se defiende lo que se ama y sólo se ama lo que se conoce y el problema que corremos con la huida de nuestros jóvenes al mundo virtual es que se olviden del bosque, no se sientan vinculados a él, no les importe lo que le pueda ocurrir a los árboles.

La primera herramienta para apagar el fuego es provocar que nos queme a nosotros también. Resulta difícil provocar emoción desde este rincón del diario, con la carga informativa que lleva ya acumulada el lector, pero créanme si les digo que ésa es la mejor manguera con la que podemos afrontar este periodo de incertidumbre, la de la afectividad.

Hay que prevenir las llamas por lo que se nos puedan llevar. Hay que sentir las Gavarres, las Guilleries, el Corredor, Collserola, el Montsant, la Artiga de Lin y el resto de nuestras arboledas como patrimonio personal, una propiedad de la que somos tan solo usufructuarios y que deberemos dar en herencia con la mínima alteración posible. Tal vez si asumiéramos esa responsabilidad la figura del pirómano y hasta la del imprudente obtendrían el rechazo social que les corresponde.

Porque lo peor de todo es que el bosque no arde: nos lo queman. En Cataluña el 90% de los incendios forestales se deben a una acción imprudente. Es más, cerca del 80% de los fuegos que se declaran a nuestros bosques son intencionados. El 85% tienen lugar en los meses de verano, coincidiendo con la subida de las temperaturas es cierto, pero también con la máxima afluencia de gente a la montaña. Un dato que estrecha más el cerco: el 63% de los incendios estivales tienen su hora de inicio entre la una del mediodía y las cuatro de la tarde; la hora de la barbacoa. Respecto al punto de origen, buena parte de ellos empiezan en el margen de las carreteras y autopistas o en el entorno de las áreas de recreo: una colilla, una brasa, un "no sabía", "no me podía imaginar que...".

Se trata de adquirir conciencia para que eso no ocurra, para que sea imposible el descuido, la imprudencia o la negligencia. Todo antes que las cenizas.

José Luis Gallego es escritor y periodista ambiental.

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