Vidas baratas
Siempre es la misma historia. De pronto, alguien, en algún sitio, decide algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declara "obsoleto", luego se redacta un plan perfecto, se elaboran unos planos llenos de curvas y rectas, se hace todo ello público de manera atractiva -dibujitos y maquetas- y se promete una existencia mejor a los seres humanos cuya vida va a ser, como el lugar, reformada. A continuación, se proponen ofertas de realojamiento -que siempre perjudican a quienes no podrán asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les impone-, se encauzan dinámicas de participación -orientadas de hecho a dividir a los vecinos afectados- y luego se continúa sometiendo a ese trozo de ciudad a un abandono que ya lo venía deteriorando para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad.
Ése es el caso de las Casas Baratas del Bon Pastor, 783 viviendas de una planta edificadas en la década de 1920 para albergar a barraquistas e inmigrantes, testimonio de las épocas cada vez más lejanas en que la vivienda social era una preocupación para las autoridades municipales, un asunto para el que se procuraban soluciones que, por precarias que fueran, eran al fin y al cabo soluciones. Los interiores son pequeños, pero no menos que lo que hoy se propone como "nuevas soluciones habitacionales". Con el tiempo, muchas familias habían adecentado sus casas hasta hacer de ellas un espacio notablemente más amable que el de los bloques de pisos que les rodean. Además de ser un valioso ejemplo de un determinado urbanismo -adap-tación humilde de la tipología de la ciudad-jardín-, el barrio era un colosal monumento viviente a décadas de cultura popular urbana, en un escenario que se había demostrado propicio tanto para el encuentro cotidiano como para los momentos álgidos de la fiesta y de la lucha.
Todo ese yacimiento de memoria es lo que las excavadoras arrasaran pronto. La primera fase de demolición se ha iniciado sin darle tiempo a buen número de hogares a acabar de empaquetar sus enseres, pero sobre todo sin que se hayan acabado de resolver judicialmente las demandas interpuestas por las familias que se han negado a aceptar las condiciones de su traslado y están exigiendo una indemnización por los daños morales que supone dejar atrás no sólo una casa, sino ante todo una calidad de vida que jamás podrán recuperar. Nunca más podrán volver a sentarse en su pequeño jardín o ante la puerta de sus casas a tomar el fresco y charlar con sus vecinos. Todo eso -la posibilidad de una cierta vida comunitaria en plena ciudad- quedará para siempre atrás.
Quienquiera que pasee ahora mismo por lo que había sido un barrio en muchos sentidos entrañable, se encontrará con un espectáculo bien triste. Decenas de casitas medio en ruinas o tapiadas y, entre ellas, aisladas -y por tanto a merced de cualquier asalto-, asediadas por el polvo y los escombros, las todavía incolumnes de las familias que no han tenido tiempo de abandonarlas o que se resisten al desalojo y confían en que el Ayuntamiento atenderá la decisión judicial instando a la detención cautelar de las obras. Todo eso en un espléndido ejemplo de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo -y nunca mejor dicho- ya aplicada en Barcelona -la Ribera, el Raval, Poblenou- y que consiste en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, someterles a una presión que les obligue a abandonar su resistencia y dejar el paso libre a los planes de "refuncionalización" de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo eso ni una palabra en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos es una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resultar ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano; otras, no.
Un vistazo a su ubicación en el mapa de la ciudad y un paseo por el entorno desvelan inmediatamente las claves de tanta urgencia por borrar las Casas Baratas del Bon Pastor . A un paso de la nueva centralidad que se proyecta para la Sagrera, con la gran terminal del AVE, el edificio espectacular encargado a Frank Gehry y ese nuevo barrio que seguro que no será para el mismo tipo de humanidad que vivía y había luchado allí a lo largo de lustros. Se entiende por qué no se planteó la posibilidad de rehabilitar todas o parte de las viviendas ahora sentenciadas, lo que hubiera permitido que los vecinos pudieran elegir entre quedarse en ellas o no: suculentas hectáreas de suelo de propiedad municipal que pronto valdrán infinitamente más de lo que va a costar su remodelación. Terreno liberado para el mundo que se avecina, en que ya no habrá vecinos, sino clientes y en los que las nuevas clases medias que un día fueron progresistas podrán presumir de haberse comprado un magnífico piso en un "barrio popular". Un negocio redondo en el que los perdedores serán una vez más los de siempre.
Y nadie se acordará de los expulsados de hoy, muchos de ellos viejos, pobres y feos -vidas baratas por tanto-, pero con una historia y una grandeza obreras de la que los nuevos habitantes que habrán de venir no sabrán ni podrán saber nunca nada.
Manuel Delgado es profesor de Antropología Urbana en la Universidad de Barcelona.
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