Tienen truco
Una mañana soleada de otoño, deshojando un cruasán en la trastienda de una confitería, María Teresa Giménez Barbat me dijo su nombre y explicó su afán. Días antes había dejado en el buzón sus credenciales, una revista llamada El Escéptico, que presentaba en la portada de su primer número cuatro temas de actualidad eterna: La Mars Global Surveyor le borra la cara a Marte / La verdad oculta tras el código de la Biblia / La cruzada de la Sábana Santa / Orce: ¿falta de rigor o fraude? Hasta aquel momento mi problema con los cuentos de hadas había sido siempre el mismo: la fascinación acababa ahorcada por la inverosimilitud. Sin embargo, en este extraño papel los cuentos acaban bien: es decir, la posibilidad maravillosa de que en el planeta Marte, y más concretamente en su región de Cidonia -Cidonia: puede discutirse si el pensamiento es lenguaje, pero nadie duda de que los sueños sean algo más que palabras abandonadas, derivas, retales de un remoto paradigma-, hubiera esfinges, pirámides, ruinas de ciudades talladas en metales preciosos, esta exploración, digo, por la cartografía de aquel mito y de muchos otros mitos, se resolvía al final con un alegre, limpio, enérgico y afirmativo no. Los artículos, fueran el de Marte u otros que aludían a las relaciones entre videntes y policías, al extraterrestre Geenom o a la imposición de manos (el toqueteo de siempre disfrazado de terapia), me parecieron una estupenda paparrucha licuada: sus autores sólo habían conservado el zumo poético. Sin embargo, después de que María Teresa Giménez hubiera empezado a tramitar la información esencial: El Escéptico como órgano de la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico (tal vez la tautología no esté de más), El Escéptico como brote, ya antiguo, catalán e hispano, de una internacional del escepticismo muy activa en todo el mundo, El escéptico como lugar de encuentro de Gustavo Bueno o Mario Bunge, de Ramón Núñez o Manuel Toharia, de Fernando Savater o Victoria Camps (estos dos últimos, premiados recientemente por la asociación); después de que hubiera escrito algunos de los innumerables campos de batalla de Internet donde crédulos e incrédulos libran la última versión de una guerra que alcanza la propia edad humana; después vino hablar de los hombres del movimiento, de su carácter y de sus vidas, y entonces comprobé que la paparrucha licuada servía también para describir muchas biografías incrédulas. Es decir, que en el movimiento, y al lado de virginales científicos y filósofos, había antiguos ufólogos (el nombre que se dan a sí mismos los estudiosos del ovni: magufos prefieren llamarlos los escépticos); magos puestos al servicio de la razón, capaces de desmentir los poderes supuestos de Uri Geller -aunque no los de José María Íñigo, el verdadero superhombre-, mientras doblan cucharillas e inmovilizan relojes en celebración del truco, la ilusión y el escamoteo, humanísimos pasatiempos; videntes que al fin aprendieron a verse, ex curanderos, ex profetas, una pléyade, en fin, de caídos de Damasco que deben de dar a las asambleas de la sociedad muchos minutos de carcajada hiriente y aplicada. Después de un par de horas y agotadas las migajas del leve desayuno burgués, la conversación con la señora Giménez progresaba hacia el silencio cuando dio un giro inesperado. -Querría decirle que yo veo el escepticismo como una actitud total ante la vida. -Queda anotado. -Creo que comprendo. -Y que hay muchos en el movimiento que pensamos en esto, y que creemos que debemos ensanchar nuestro activismo contra todo tipo de paraciencias. -Honrado propósito. -Porque no hay ufólogos... -Claro, claro, no sólo, también hay espiritistas y... -Ni sólo videntes ni curanderos. -Claro, claro, ni astrólogos ni sanadores... -Ni telequinésicos, sólo, ni quirománticos o chamanes. -Claro, claro, no sólo... -También hay nacionalistas, por ejemplo. Estaremos atentos al número 2 de El Escéptico.
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