¿Sabe usted quién era Raquel Meller?
De momento no podemos saludar a su escultura, obra de Josep Viladomat: ha desaparecido del Paralelo. Hace unos días, alguien advirtió al Ayuntamiento que la cupletista estaba sin cabeza, brazos ni violetas. Todo por tierra y destrozado. Queda sólo el pedestal en su plaza de Raquel Meller, que une las calles Nou de la Rambla, les Tàpies y Abat Safont con la avenida Paral·lel, delante del teatro Arnau, que conoció la apoteosis de la singular tonadillera y hoy está cerrado desde 1998 sin que nadie lo remedie (excepto cuando lo toman a su aire poetas y teatreros, que son desalojados por los mossos).
No hay que apurarse, ya están restaurando la escultura, por eso está sólo el pedestal. Pero si, como suele suceder cuando desaparece algo a lo que no prestábamos atención, nos da el apremio, sólo hace falta ir a Caixafórum y en la exposición dedicada a Chaplin absorber el aliento que Raquel Meller dejó en el cineasta.
Tanto le alborotó, que Chaplin copió sin reparos la melodía de La violetera. Es el motivo musical de Luces de la ciudad, de 1931, uno de sus mejores trabajos en el primer cine sonoro, una hermosa película sobre un vagabundo y una florista ciega que logra ver. Los diálogos fueron todavía mudos, en rótulos, pero la música llenó la pantalla. Su final, que expresa la emoción de ser reconocido (la ciega pensaba que su benefactor era un millonario, no un vagabundo, al que reconoce por el tacto), ha sido a su vez repetidamente copiado, en La dolce vita, de Fellini, y en Manhattan, de Allen. Un enorme primer plano del vagabundo cierra la historia y, algo muy poco habitual entonces, la pantalla se funde en negro mientras sigue sonando La violetera.
La canción era del maestro Padilla y la Meller la había hecho famosa en París, donde se había establecido en los años veinte con su marido, un ex amante de la espía Mata-Hari. Provenía Raquel de la Barcelona abarrotada de cafés-conciertos y cabarets: se contaban unos 200. En la capital gala, la artista, nacida Francisca Marqués López en la aragonesa Tarazona, triunfó más y más. Chaplin le propuso su proyecto Napoleón, que no llegó a realizarse. Se dice que también le ofreció Luces de la ciudad, pero no está comprobado (sí se sabe que Padilla llevó a juicio la apropiación chapliniana). Raquel no sólo atrajo a Chaplin. Su versión de El relicario, que había a su vez robado a la cupletista, que lo cantaba en el Salón Eldorado, en la plaza de Catalunya, fue otro de sus éxitos en París, hasta el punto de que, según escribió ya en los años treinta Henriette Magy, lo tomó Roosevelt como motivo de su campaña electoral. Una no se imagina campañas en Estados Unidos así, con una música que remite a la muerte de un torero, pero, miren, cosas tan sicalípticas (palabra que entonces era de lo más moderno) logró la Meller con su cante y su gesto.
En París, la Meller hizo películas cantando en castellano y en catalán. Su versión de El noi del mare es considerada una representación en tres actos. Pero el inglés la retrajo. No es que le faltara empuje, había sido ella quien le dijo al rey de entonces, Alfonso XIII, cuando la invitó a cantar para él (una de las amantes del rey era otra cupletista, la Bella Chelito), que el mismo trecho había del cabaret al palacio que del palacio al cabaret... Fue adorada. Actrices como Sarah Bernard, amiga suya, y María Guerrero lamentaban que no hiciera teatro; Cecil B. de Mille la llamó "máscara de la tragedia", y en Barcelona había tenido el apoyo constante del público, entre el que se contaban Sebastià Gasch y Apel·les Mestres. Este último, maravilloso autor de cuentos, dibujos y obras de teatro, la llamaba "intencionista incomparable", descripción que ya no se estila, quizá porque lo obvio se ha apoderado de todo. ¿Será por eso, por intencionista, que se han cargado su estatua? Me temo que sería esperar demasiado: se la han cargado porque sí, para pasar el rato. Sin más intención.
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