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Columna
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Ricard Viñes

A veces los pequeños libros, las exposiciones modestas, los diálogos informales suscitan consideraciones ciertamente trascendentes, comentarios encadenados que conducen a temas más generales. Uno de estos minúsculos aunque trascendentales acontecimientos es la exposición Ricard Viñes, el pianista de les avantguardes en el entresuelo de La Pedrera, organizada por la Fundació Caixa Catalunya. Con escaso material e incluso con referencias livianas y un montaje quizás excesivamente rudimentario, la exposición logra llamar la atención sobre uno de los intérpretes musicales más importantes y más internacionales de la primera mitad del siglo XX y abrir, por añadidura, algunas reflexiones socioculturales sobre la Cataluña de aquella época.

"El aislamiento y la falta de apoyo local que se daba en el siglo XIX para lograr la excelencia internacional sigue siendo hoy día uno de nuestros problemas culturales"

Viñes nació en Lleida en 1875, residió y alcanzó sus grandes éxitos en París, abrió allí su abnegada militancia por la música contemporánea -sobre todo la francesa, la rusa y la española- y murió en Barcelona en 1943 en una situación de extremada pobreza. Fue él, el gran virtuoso del piano, quien estrenó mundialmente las mejores obras pianísticas de Debussy, Falla, Granados, Milhaud, Mompou, Prokofiev, Ravel, Satie... Más de 40 obras, entre las más famosas del siglo, le fueron dedicadas por sus autores. Aglutinó, desde París, uno de los epicentros de la vida musical europea entre las dos guerras, en la eclosión fulgurante de la cultura moderna, amigo y contertulio de Picasso, Redon, Valery, Colette, Cocteau, Max Jacob..., coleccionista de arte, lector meticuloso y crítico, poeta, católico militante y ludópata dramáticamente persistente.

Esta exposición, además de ofrecer datos y algunos documentos que sitúan históricamente la vida y la trascendencia cultural de Viñes, permite reflexionar, al generalizarlos, sobre las dificultades que han tenido la mayor parte de creadores catalanes para afianzarse en el mundo de la creatividad internacional, sobre todo cuando intentan desarrollarse en el campo de las vanguardias artísticas. Para seguir adelante, desde mediados del XIX no había otro camino que el de marcharse e instalarse en una auténtica capital cultural como París, lo cual, seguramente, marcó nuestra cultura moderna, incluida la musical, con una prioridad afrancesada, más que germanizante. Los que no lo hicieron -con excepciones muy concreta- no emergieron de cierto provincianismo, no sólo en su consideración pública, sino también en la calidad objetiva de su enclaustrada producción. Viñes conquistó París y desde allí trazó un puente de internacionalización para muchos artistas españoles y catalanes que acabaron constituyendo un núcleo de formación y expansión que en Barcelona languidecía antes de florecer. Ese aislamiento y esta falta de apoyo local para lograr la excelencia internacional sigue siendo hoy día uno de nuestros problemas culturales.

Pero esta falta de apoyo y de recursos se manifestó con mayor gravedad al final de su vida cuando volvió a Barcelona, después de un catastrófico viaje a Latinoamérica durante el cual la falta de ambiente adecuado y el juego de la ruleta lo arruinaron definitivamente. Llega a Barcelona en 1940 y malvive sustentado por la escasa generosidad de poquísimos amigos. Las penurias económicas de la posguerra, el estraperlo y la miseria intelectual, la ausencia de los viejos amigos vanguardistas lo sitúan casi en la indigencia. Da todavía el que sería su último concierto en el Palau de la Música el 19 de marzo de 1943 y muere al cabo de un mes.

Lo conocí en esta época final, aunque tan superficialmente que no me enteré de su situación personal. Le oí en un concierto privado en casa del orfebre y pintor Lluís Masriera, un acto que seguramente se incluía en las escasas ayudas económicas de urgencia. Los hermanos Josep, Francesc i Frederic Masriera, fundadores de su famosa joyería, protagonistas de las técnicas modernistas de la orfebrería, habían construido un gran taller en la calle de Bailén, un falso templo corintio que luego cobijó el teatro Studium. Lluís, hijo de Josep, se organizó una vivienda-estudio en el patio que separaba el teatro de las casas vecinas, un local que reproducía en tamaño reducido muchos de los elementos característicos de los palacios románticos de la alta burguesía. Incluso había un pequeño teatro que Lluís activaba con conciertos, conferencias y actuaciones de una compañía de aficionados muy pintoresca que se llamaba Companyia Belluguet.

Lluís solía invitar a mis padres a esas actuaciones, los cuales alguna vez se atrevían a llevarme con ellos. Una de esas sesiones fue un concierto de Viñes dedicado íntegramente a Satie que recuerdo desde dos puntos de vista superpuestos: el primero, la emoción profunda ante una obra pianística que desde entonces he considerado como el punto fundamental de la revolución musical francesa, como contraoferta radical a la música alemana, y, después, la impresión que me produjo Viñes, no sólo por su sensibilidad y su técnica pianística, su sabiduría divulgadora, sino por su extraño aspecto físico. Reproduzco un breve retrato que introduje en mis memorias: "Era un home curiossísim d'una timidesa que només superava quan s'asseia al piano. Tenia una cara blanca una mica caricaturesca amb un bigoti negre que li donava un aspecte de carota de carnaval. Al cap d'uns anys vaig veure que s'assemblava una mica a Josep M. Jujol, el deixeble i col·laborador de l'Antoni Gaudí, que encara vaig tenir com a professor a l'Escola d'Arquitectura. I s'assemblaven també en la manera de manipular la respectiva timidesa". Recuerdo la fecha exacta del concierto (25 de marzo de 1942) porque conservo una dedicatoria autógrafa, lacónica pero afectuosa, lograda en medio de una discreta fiesta de canapés y "vino español", entre invitados de esmoquin y camareros de frac, un episodio elitista y civilizado en medio de la cultura del estraperlo y del hambre de la posguerra.

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