Respirar cantando
Cecilia Bartoli deslumbra al Palau con su repertorio barroco para castrados
Respira este espectáculo que la mezzosoprano Cecilia Bartoli lleva de gira para promocionar su nuevo disco (Sacrificium, Decca) y que el jueves recaló en el Palau de la Música. Respira por todos sus poros, que son muchos poros. El barroco es poroso.
Respira arrojo y valentía. Hay que estar muy seguro de uno mismo para salir vestido de mosquetero e irse despojando hasta quedar en mangas de camisa (con chorreras), conforme las arias que vas cantando pasan del ardor guerrero al lamento pastoril. Si alguien tiene el temperamento dramático para afrontar semejante envite es Cecilia Bartoli. En la segunda parte viste de mujer, pero sin haberse apeado de las botas de montar. El barroco es ambiguo.
Respira el programa, la manera milimétrica en que está organizado. Bartoli ofrece una antología personal del repertorio barroco napolitano para contralto, con una incursión a Venecia (Antonio Caldara) y otra, sorprendente, a Berlín (Carl Heinrich Graun). ¿Qué muestra en este viaje? Pues una completa tipología de arias dramáticas para contralto: arias heroicas, de furor o de caza; arias en stile imitativo, donde aparecen por sorpresa el ruiseñor y la mariposa; arias de lamento, de partida, de piedad, etcétera. Variedad sazonada de joyas como Parto, ti lascio, o cara, de Niccolò Porpora, o Cadrò, ma qual si mira, de Francesco Araia. Para cada una encuentra Bartoli el registro más ajustado. El barroco es contraste.
Respira, y mucho, Il Giardino Armonico, una veintena de músicos con instrumentos originales -sensacionales trompas sin pistones- a las órdenes de Giovanni Antonini, quien también asume funciones de flautista solista. Un punto histriónico, es cierto, pero ¿puede exigírsele que reprima el impulso cuando Bartoli ha desatado el tifón?
Y desde luego respira la voz de Cecilia Bartoli, prodigio de agilidades, de fuerza, de expresión arrolladora. Trinos en pianissimo, saltos interválicos de vértigo, tiempos llevados al límite del paroxismo, notas de adorno torrenciales, cambios de registro teatralmente forzados, apoyos extraordinariamente medidos. Ése era el show-businness de los castrados en la Italia del siglo XVIII, hombres de circo que sorteaban todo tipo de obstáculos con la voz y que gozaron de una enorme reputación hasta que la dolorosa práctica se fue extinguiendo a lo largo del XIX y acabó con la prohibición vaticana de principios del XX. Pero la mirada de Cecilia Bartoli sobre ellos no sólo es amena, sino también crítica: ha investigado en la vida de esos personajes y llega a sus propias conclusiones. El barroco es un estilo de matices, se precisa una técnica muy amplia para afrontarlo.
Y finalmente respiró, entusiasmado, el público que llenó el Palau. Fuera de programa, cantó Cecilia Bartoli Lascia la spina, de Händel, y los alientos quedaron en suspenso hasta que llegó otra aria de fuegos artificiales de Riccardo Broschi y fue el delirio. En ese tramo final del concierto Bartoli incorporó incluso plumas de marabú: sin ellas, en efecto, no se entiende el mundo de los castrados. El barroco es así de deslumbrante.
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