'Aquelarre' en Teherán
A principios de la pasada semana se escenificó en la capital iraní uno de los espectáculos más grotescos a la par que aleccionadores del nuevo siglo mundializado. Me refiero a la celebración, bajo los auspicios del régimen jomeinista, de una conferencia internacional que llevaba por título El Holocausto revisado: una perspectiva global.
Convergieron en ese encuentro tres ingredientes ideológicos y humanos. Por un lado, y con el papel de proveedor de doctrina seudoacadémica, estuvo en Teherán el negacionismo alojado desde hace décadas en los reductos periodísticos y editoriales -nuestra inefable Librería Europa, por ejemplo...- de la extrema derecha occidental, sin excluir alguna ramificación hacia la extrema izquierda (recuérdese el caso de Roger Garaudy). Es decir, el seminario iraní dio pábulo y visibilidad a cuantos sostienen que las cámaras de gas no existieron nunca, que el letal Zyklon B usado por los nazis era sólo un insecticida, que la Conferencia de Wansee fue una inocente tertulia entre amigos y que, mientras no se halle una orden manuscrita de Hitler, no se podrá demostrar la voluntad del Tercer Reich de asesinar a todos los judíos de Europa. Este grupo de invitados incluía al abyecto grafómano francés Robert Faurisson y a un líder del Ku Klux Klan norteamericano, a fascistas y antisemitas europeos de todo pelaje y a miembros de eso que los anglosajones llaman the lunatic fringe, una de las pequeñas servidumbres de nuestros sistemas democráticos.
La conferencia celebrada en la capital iraní fue un montaje para deslegitimar, una vez más, al Estado hebreo y pronosticar su próxima desaparición
Ministros y funcionarios del Gobierno de Mahmud Ahmadineyad fueron los anfitriones, mecenas y explotadores políticos del evento, al tiempo que le proporcionaban la claque. Para un presidente de la República Islámica que ha hecho de la negación del Holocausto y de los augurios de destrucción de Israel los dos ejes complementarios de su discurso internacional, nada más lógico que promover un montaje desde el cual se intentase la deslegitimación del Estado hebreo y se pronosticara, una vez más, su próxima desaparición.
Lo que movería a hilaridad -si el protagonista del chiste no estuviese fabricando la bomba atómica- es que el régimen clerical iraní haya justificado la convocatoria del encuentro en nombre de una libertad de expresión y de debate científico inexistentes, según Teherán, en Occidente. Lo que sería un rasgo de humor negro si no lo fuese de desvergüenza totalitaria es oír al propio Ahmadineyad mientras proclama: "Irán es la casa de todos aquellos que piensan libremente en el mundo". Gracias a las excelentes crónicas de Ángeles Espinosa, los lectores de EL PAÍS hemos tenido noticia reciente y directa del enésimo rebrote de protestas estudiantiles en aquel país, de las incitaciones oficiales a la delación de actitudes liberales o laicas dentro de la enseñanza superior, de cómo el otro día alumnos de una universidad teheraní calificaron a Mahmud Ahmadineyad de "dictador" y de "fascista", de la depuración de decenas de profesores críticos y la expulsión de cientos de estudiantes poco sumisos, del acoso contra la prensa no gubernamental... Hemos leído también al clérigo disidente y profesor de filosofía Mohsen Kadivar reconocer que los iraníes "no podemos criticar ni al líder (se refiere al guía supremo de la Revolución, Alí Jamenei), ni al presidente, ni al rector de la universidad".
Sí, es cierto que, en diversos países europeos, negar la veracidad del asesinato de masas perpetrado por el nazismo contra los judíos puede llevarle a uno a la cárcel, tras un proceso con todas las garantías. Por el contrario, en ese Irán que Ahmadineyad pone como ejemplo de libertad de expresión la mera discrepancia con la interpretación coránica oficial, no digamos ya la defensa de tesis laicistas o la oposición abierta al régimen teocrático conducen de cabeza a prisión, a la tortura e incluso al patíbulo. También están castigadas con la muerte en la horca las relaciones carnales entre individuos del mismo sexo; a las y los culpables de adulterio, en cambio, se les ejecuta por lapidación. Y sin embargo, pese a los escalofriantes informes anuales de Amnistía Internacional y otras organizaciones semejantes, todavía hay entre nosotros (vean las Cartas al director del pasado sábado en este mismo diario) quien justifica el seminario negacionista y los asertos iraníes sobre el Holocausto.
El último ingrediente del cóctel que analizo, a la vez su nota de color, su gancho mediático y el escueto taparrabos de las vergüenzas antisemitas exhibidas en Teherán, fueron seis rabinos ultraortodoxos, representantes de un par de diminutas sectas judías rabiosamente antisionistas. ¿Quiénes son esos tipos, y a qué juegan? Partiendo del dogma -compartido por otros judíos religiosos- de que sólo el Mesías, cuando venga, puede restaurar el reino de Israel, estos grupos consideran el movimiento sionista y su criatura, el Estado nacido en 1948, una abominación sacrílega, una usurpación terrenal de la prerrogativa mesiánica, y le niegan cualquier legitimidad. Consecuentemente, tales sectarios no sólo rechazan la estrella de David o el uso profano de la lengua hebrea; en una interpretación delirante de la historia, consideran la Shoá y sus seis millones de muertos un justo castigo divino por la secularización de los judíos europeos y, en particular, por "los pecados de los sionistas", y llevan décadas brindando su apoyo moral a cualquiera que propugne la destrucción del Estado israelí: a Arafat en la década de 1970, a Ahmadineyad en nuestros días.
En efecto, Dios los cría y ellos se juntan. Pero, mientras dos de los partners del aquelarre teheraní -el negacionismo occidental y el antisionismo religioso judío- son fenómenos marginales y caricaturescos, el tercero es una potencia demográfica, petrolera y militar con un Gobierno despótico, empeñada en dotarse del arma nuclear.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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