Viven como reinas
ESE CHICO que cruza ahora mismo Washington Square se llama Lorenzo. Llegó hace tres meses a Nueva York. Ha tenido la oportunidad de vivir el mordisco del frío y la noche que cae repentinamente a las cuatro de la tarde. Al principio no salía de su asombro al ver cómo cambiaba de naturaleza esta plaza por la que cruzaba a diario Henry James y en la que situó su novela, Washington Square, esa historia de la que los niños antiguos, que veíamos películas en blanco y negro en la tele, teníamos noción por La heredera, de William Wyler. Era una de mis películas favoritas, pero había algo que no podía entender: cómo una mujer guapa (no sexy, pero guapa) como Olivia de Havilland hacía de fea. Más tarde comprendí que el cine era eso, las guapas hacen de guapas y de feas también. Para eso son guapas. Lorenzo hace el recorrido henryjamesiano a diario y aún se asombra de cómo al anochecer un montón de roedores te salen al paso. Ratas, ratoncillos, ardillas que presientes en los senderos pobremente iluminados, como si esta plaza urbana de pronto se transformara en el bosque siniestro de los cuentos. A mí, el rabo de cualquier roedor me provoca un escalofrío, pero Lorenzo dice que él ya se ha acostumbrado a su presencia. Yo nunca. Como soy rara, alimento mis fobias leyendo obsesivamente los artículos que han ido apareciendo sobre el Kentucky Fried Chicken de la Sexta Avenida, que cerraron después de que algún camarero vengativo grabara un vídeo en el que se ve a las ratas corretear por la cocina saboreando, imagino, alitas de pollo. Como soy morbosa, veo todos los vídeos que en el YouTube han colgado sobre el asunto. Cuando llegué a este cuarto desde el que escribo, cuya ventana da a un patio, me imaginaba saliendo a la escalerilla de incendios un día de primavera para cantar Moon river (que es lo primero que desea hacer una mujer sensible nada más ver una escalerilla de incendios), pero ahora la persiana de rejilla está bajada permanentemente desde que vi a las ardillas y a las palomas posarse en mi alféizar. Ratas con cola y ratas del aire. No es tan extravagante imaginar que si dejo abierto pueda colárseme un día una ardilla. No sabría cómo reaccionar. Me veo muy capaz de tirarme yo por la ventana. Lo extraordinario es que teniendo esta aversión heredada por vía materna a los roedores, haya quedado esta tarde con Lorenzo para ver ratas enjauladas. La insana atracción por lo que te repugna. A Lorenzo lo conocí el otro día en el Cervantes, fue uno de esos amigos de toda la vida que yo me hago en aproximadamente cinco minutos. Hablamos de las emociones, así, nada más conocernos. Lorenzo no es ni literato ni psicólogo, sino un farmacéutico que investiga sobre el cerebro en NYU. De entre todos los profesionales que vienen a buscarse un hueco en esta ciudad, son los científicos los que sin duda tienen más razones para ello. España, por mucho que se diga, aún no les ha concedido espacio. Es más, se vienen aquí y luego no pueden volver. Aquí les pagan bien y les incentivan el entusiasmo por su profesión. Ellos, por su parte, nutren los laboratorios americanos con su talento. Hemos quedado en la esquina Este de la plaza, en la puerta del edificio de Ciencias. Ahí lo veo, reconociéndolo en su inconfundible aspecto de españolito, ojos francos, velazqueños y sonrisa inmediata. Me invita a vestirme con bata blanca, no sin antes preguntarme si soy una fanática de los derechos de los animales. Los responsables del laboratorio siempre tienen miedo de recibir la visita de algún espía. "Bueno", le digo, "si tuvierais un mono, no lo soportaría, pero con las ratas no empatizo demasiado". Entramos al pequeño lugar fascinante: las paredes están cubiertas con jaulillas en las que viven decenas de ratas blancas. Lorenzo me enseña las suyas. "¿Tienen nombre?", le pregunto. "No", me dice, "tienen número", y entonces saca una de la jaula. Del cerebro le salen las sondas en las que se les inyectan sustancias. "Ahora", me cuenta, "estamos investigando sobre el miedo: ¿qué pasaría si pudiéramos borrar de la memoria el terror que provoca un estrés postraumático?". Formula esas preguntas como si en una de éstas yo pudiera darle también alguna respuesta. "Por ahora sólo son experimentos con animales, pero te preguntas si de la misma forma que podrán curarse terrores, también cabrá la posibilidad de provocar, como arma, en el ser humano estados insoportables de miedo". Entre ratas hablamos del artículo que hoy ha publicado en la revista Science el científico Antonio Damasio, en el que escribe sobre cómo las emociones intervienen directamente en la moral. La cuestión que plantea Damasio es la siguiente: si usted tiene un hijo con una enfermedad contagiosa que va a provocar la muerte de 10 personas, ¿a quién preferiría eliminar, al hijo o a los extraños? Pues bien, aquellas personas sanas, que no tienen afectada ninguna zona del cerebro, salvarían al hijo. Con lo cual cabe imaginar que lo emocional nos influye en la manera de juzgar, en nuestra ideología, y que las personas que tienden a fascinarse con regímenes autoritarios lo llevan escrito desde la cuna. Como decía un científico irónicamente, una de las razones para no matar a Sadam Husein habría sido considerar la posibilidad de estudiar la mente de un ser sanguinario. Muertos Hitler y Stalin, Husein era todo un tesoro. No sé en qué zona del cerebro tengo situado este miedo, pero ya siento el escalofrío. Está provocado por los ojos color rojo sangre de las ratas. "Viven como reinas", dice Lorenzo. Seguimos charlando de paseo por Washington Square. El relato de sus experimentos me parece tan apasionante como esos cuentos tremendos que nos contaban cuando éramos niños y que nos hacían esperar el sueño con la cabeza tapada.
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