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Polémica urbanística en Sevilla
Columna
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El síndrome de Babel

Entre el acervo de cosas incomprensibles de la religión católica figura el tremebundo misterio de la Encarnación, según el cual el verbo se convirtió en materia para servir de pasto a los carniceros. También en Sevilla disponemos de un misterio con el mismo título. La Encarnación es una plaza más o menos céntrica donde desembocan (desembocaban) varias líneas de autobuses y que cuenta secularmente con montones de arena y pavimento desmigado en lugar de las correspondientes aceras. Según la leyenda, aquí hubo una vez un mercado, que fue demolido por no sé qué insidias del urbanismo y reemplazado por un solar; desde entonces, los puestos de fruta, pescado y ultramarinos ocupan un cuartel provisorio del que algún día, como del purgatorio, confían en salir.

Digo que la Encarnación es un misterio porque, tratándose de una de las plazas nucleares de Sevilla, donde el suelo cuenta con más atractivos turísticos y comerciales para retar al ayuntamiento, ha permanecido atávicamente entregada a los escombros: en mis casi 40 años de historia personal, no recuerdo haber visto sobre el horizonte de este enclave más que vallas que se aburren, tapias cansadas, carteles sobre las vallas en que los toreros son relevados por grupos de música y los grupos por candidatos electorales. Parecía correcto, obligatorio, que en algún momento el consistorio decidiera compensar tanta desidia con un proyecto estrella, y que hace la friolera de casi diez años se emprendiera la obra ciclópea de las setas del Metropol Parasol: una arquitectura de metal, vidrio y madera que colocaría a nuestra ciudad a la vanguardia del urbanismo contemporáneo y que nos haría creer, al mirar hacia arriba, que habitamos cielos menos cerrados.

Durante todos estos años he defendido por activa y por pasiva la construcción de las dichosas setas y he discutido con quienes veían en ellas un sinónimo de megalomanía, incompetencia y delirios. Ahora, mal que me pese, cada vez estoy más convencido de que para cobijarse bajo el ala de una seta hay que pertenecer a la noble y diminuta nación de los pitufos.

Esta semana, nuestro desdichado alcalde Alfredo Sánchez Monteseirín ha logrado hacer aceptar al cabildo una derrama añadida de no sé cuántos millones para terminar la obra de la Encarnación. Una obra que se prolonga ya más del doble de tiempo de lo estimado en un principio, con los costes añadidos que ello entraña, de la que se han desentendido tanto el arquitecto como los pobres pilotos que han sido convocados para salvar la nave, que amenaza con tragarse como un leviatán las arcas municipales y que probablemente condene a la plaza a algunos lustros más de vallas y cemento.

Las setas recuerdan otros episodios dolosos de la historia de Sevilla que podríamos agrupar bajo la rúbrica de síndrome de Babel, el de la construcción que quiere alcanzar los cielos pero acaba en una confusión de lenguas: la torre de los Remedios, el metro sepultado, el estadio olímpico y casero. Entiendo que Monteseirín, abandonado por su partido y entregado a los perros, trate de salvar el último resquicio de dignidad que le han dejado huyendo hacia delante y obligando a la ciudad a concluir un proyecto que le está sorbiendo la sangre pero que finalmente, o él lo ve así, le hará recuperar el color con creces. Quiero creerlo, igual que quiero creer en la biblioteca del Prado y la torre en la Cartuja, pero cada vez me cuesta más hacerlo.

Quizá seamos víctimas de una maldición: quizá nuestra soberbia, la de querer sacudirnos el albero y el sepia, haya despertado la ira de un poder más alto y ahora estemos condenados, por los siglos de los siglos, a gritarnos unos a otros sin entender nada de nada.

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