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Columna
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El pasado

Nada más erróneo que pretender que la Historia es una ciencia muerta, sin filamentos que la conecten con la más candente actualidad, sin vasos cuya savia alimente los periódicos del presente. Vista en los libros puede presentar aspecto de cadáver, pero ello se debe a la iluminación, a la encuadernación del manual y al polvo que haya podido acumularse sobre ella, a la voz cascada del profesor que la imparte. Porque lejos de ser intocable y de hallarse cincelada en un mármol imposible de rectificar, el pasado está en incesante movimiento. Lo que fue está sin terminar: la memoria se rehace perpetuamente, como los cristales que en el fondo del calidoscopio van produciendo nuevas geometrías y milagros. Las guerras de nuestros antepasados no se quedan quietas, a pesar de que los cronistas hayan etiquetado con el debido escrúpulo profesional las fechas de cada batalla y el número de bajas de uno y otro bando. No: por contra, los cadáveres no dejan de gatear a través de pasillos subterráneos, emergiendo aquí y allá cuando mejor les parece y censurando o poniendo signos de exclamación sobre las declaraciones de los vivos. En ciertos campos de labranza de Castilla o Aragón hay todavía enterrados cascos de bombas con los que la azada se topa por descuido, y que exigen la presencia inmediata del artificiero para no difundir su carga de recuerdos sangrientos; en los muros y las lápidas de ciertos cementerios siguen abiertos ojos de yeso que las balas taladraron en amaneceres aún no olvidados por todos; caminan por ahí en posición vertical hijos, sobrinos, nietos, ahijados de hombres con las cabezas rotas cuyos esqueletos reclaman salir a la superficie, igual que si se ahogaran bajo la marea de tierra indebida que los ha sumergido. Para esas bombas, esos agujeros y esas personas la Historia está tan viva como si fuera cosa de ayer, como si anoche mismo les hubiera picado. Sin que ninguna pomada consiga que la roncha deje de escocer.

Que el pasado está más a flote de lo que nos creemos y que es sólo una membrana del grosor del ala de la mosca lo que lo separa de nosotros constituyen evidencias que las noticias gritan en cada titular. La celebración del día de la República desata en Sevilla una epidemia de urticaria porque, dicen los del PP, uno de los grupos musicales invitados al acto, que responde al nombre de Chikos del Maíz, es de filiación terrorista; los tribunales, sin embargo, no encuentran material explosivo en sus canciones y les permiten seguir adelante. La otra tarde una manada de skin heads y otra de radicales de ultraizquierda se dan de sopapos en plena Alameda de Hércules cuando vuelve a tocarse el tema de la República y los muertos por la patria, adobado esta vez con homofobia y otras cosas feas. Parece que la Historia de España, o sus rescoldos, conserva un envidiable estado de salud si es capaz de calentar y de hacer efervescer de tal modo los ánimos de los jóvenes. Y no sólo de los jóvenes, también de los carcas: de los que mediante un sonrojante atajo judicial han logrado colocar en el banquillo a Garzón. Dicen que Garzón ha prevaricado al intentar procesar a cadáveres por delitos que ya han caducado, que no hay sentido en remover los osarios, que la Historia tiene el candado echado y que la tinta con que la escribieron ya está seca en los anales. Y es mentira: el pasado está haciéndose, el pasado se corrige igual que un mal hábito, el pasado se construye como la casa o el polideportivo que deseamos, y no es lo mismo un pasado en condiciones, higiénico y con vistas al horizonte que un mal pasado de materiales de acarreo. Porque en realidad es el presente el que está vacío de contenido y sin alma, como un vampiro; ha de esperar a que los hombres de mañana lo corrijan y lo pongan en orden, a que el arquitecto, y sólo él, coloque la firma en el plano.

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