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Columna
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Un modesto regalo

En los días finales de curso, el instituto ha cambiado de aspecto. Los pasillos están deshabitados y los estudiantes se agrupan en corrillos a la entrada. Algunos asaltan a los profesores para presionarlos una última vez antes de la evaluación. Piden algún punto más para la nota de corte de la carrera que quieren cursar, o mendigan un aprobado imposible de última hora. Hay un grupo de estudiantes agazapados en la conserjería. Llevan un gran ramo de flores y un pequeño paquete de regalo.

-¡Ya llega!, avisa el que vigila la entrada.

El grupo corre a esconderse en un aula cercana, mientras el vigilante corta el paso a la profesora

-Que te está buscando el director para un tema urgente.

La profesora cruza la recepción y entra en el aula que le ha señalado. Al abrir la puerta se encuentra de frente con un enorme ramo de flores acompañado de unos gritos repetidos de sorpresa. Ha cogido el ramo con el cuidado de quien toma un niño en sus brazos. Los alumnos se empeñan en que abra rápidamente el paquete, del que saldrá una pulsera plateada.

-¡Vaya...! No me lo esperaba... Gracias... Muchas gracias.

Los alumnos se han arremolinado a su alrededor y le ayudan a ponerse la pulsera, que tintinea entre sus dedos. Ella siente deseo de abrazarlos, pero apenas si roza la cresta de alguno de ellos.

-No voy a olvidaros, les dice a modo de despedida.

Un pequeño grupo la ha acompañado hasta la sala de profesores, sus cuerpos muy cercanos al de ella pero sin apenas decir nada.

-Nos vemos el próximo curso, les dice en la puerta.

-¡Ojalá!, contesta una de las chicas, con la cara enrojecida.

Ha entrado en la sala como quien vuelve victoriosa de una batalla. Deja el ramo de flores sobre una estantería y se entretiene simulando que busca un papel importante. Recuerda que en el inicio de curso, todos los profesores, incluido ella, habían pedido los mejores niveles. El ramillete de chavales de bajo nivel académico en el que se mezclaban repetidores, alumnos con problemas sociales, de comunicación o simples fracasos ocasionales le fue adjudicado a última hora para compensar otros niveles más avanzados. Durante la mitad del curso discutió día tras día para imponer unas normas que permitieran el desarrollo de la asignatura. Unas veces pensaba que la odiaban, otras que la ignoraban y muchas veces que simplemente se aburrían. Poco a poco había conseguido que la clase se desarrollara con normalidad y, además, de la asignatura, solían hablar de temas de la vida cotidiana. Algunos de ellos contaban problemas y preocupaciones realmente pavorosos. Muchas veces la profesora se había quedado sin palabras. ¿Qué decir cuando palabras como "familia", "padre", "amigos", lejos de asociarse al amor y la protección, solo señalan soledad, abandono y conflicto? ¿Qué argumentar cuando sólo el hecho de asistir a clase, sorteando dificultades, supone un esfuerzo supremo?

Por eso, siente una profunda indignación ante el crecimiento de la ola segregacionista en las aulas: los buenos y los malos; los fracasados y los exitosos, los listos y los tontos. Se pregunta si no es un atropello ético y un tremendo cinismo llamar fracasados a niños de apenas trece años que se han encontrado la vida cuesta arriba desde que nacieron. Más que llamamientos al esfuerzo necesitan tener, quizá por primera vez en su vida, apoyo, esperanza, confianza en sus posibilidades por muy ocultas que estén.

Una sociedad demuestra sus valores y su conciencia democrática cuando hace realidad la igualdad de oportunidades, cuando consigue alzar desde el suelo a los más humildes. Un milagro que se consigue cada día en la enseñanza pública, cargada de problemas sí, pero llena de sentido y de utilidad social. Por eso, me van a entender especialmente los profes de "la diver", de los PCPI, de las agrupaciones flexibles que sonríen al finalizar el curso y colocan emocionados, en una especie de altarcillo, las flores y los modestos regalos que les entregaron al final de curso.

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