Aquellos días
Febrero es un mes lúcido y laborioso, muy consciente de sus propias limitaciones. Suele compensar con una disciplinada agenda de trabajo la carencia de días que sufre desde su nacimiento caprichoso en los calendarios. Febrero es rotundo para lo bueno y para lo malo. Con lo caras que resultan las afinidades electivas, mi hermano Adolfo y mi amigo el poeta Felipe Benítez Reyes se pusieron de acuerdo para nacer un 25 de febrero de 1960. Estos abusos sentimentales sólo ocurren en febrero, el mes en el que me abandonan las mujeres, entran en crisis mis equipos de fútbol y las llamadas telefónicas son capaces de ponerme la vida del revés.
Estábamos pegando carteles un 23 de febrero de 1981, cuando Álvaro Salvador y yo nos enteramos de que la Guardia Civil caminera y decimonónica había tomado el Congreso. Un solo día de febrero estuvo a punto de pesar más que todos los años de asambleas, manifestaciones, sueños, educaciones sentimentales y luchas por la democracia. En pocas horas mi biblioteca podía perder más de la mitad de sus libros. Ningún reloj ha sabido nunca medir la verdadera dimensión del tiempo.
Resulta muy difícil calcular lo que cabe dentro de los 30 años que han pasado desde que un 28 de febrero de 1980 voté a favor de un trato justo para Andalucía. Es una fecha hermosa, digna del mejor febrero. Pero a mí se me hace un nudo en la garganta, después de haber vivido tantos días y de haber escrito tantos artículos, cuando escribo ahora otra fecha hermana: 4 de diciembre de 1979.
Yo no nací en febrero por un descuido amoroso de mis padres. Nací un 4 de diciembre, y eso me permitió celebrar mis 21 años rodeado de 100.000 personas en las calles de Granada, en la manifestación más grande de su historia. En Sevilla hubo 350.000 participantes y en Málaga 40.000, pero daba igual, no se trataba por una vez de rivalizar con Málaga y Sevilla, sino de pensar en Andalucía. Bueno, en Andalucía, en España y en la democracia, porque todos los que participaron en aquel desmesurado e inolvidable cumpleaños tenían claro que no sólo exigían un proceso autonómico digno para los andaluces, sino que necesitábamos inventarnos la nueva geografía de la democracia española, después de que el franquismo hubiese achicharrado para siempre los viejos símbolos de la nación, y la democracia no podía fundarse en un trato discriminatorio entre las comunidades, y hacía falta equilibrar el Estado, y por eso brindaba con banderas verdes y blancas la gente en la calle. La cerveza Cruzcampo de Sevilla, la Mahou madrileña, la sidra asturiana, sentaban muy bien en mi fiesta de cumpleaños, tan bien como el cava catalán o como los chiquitos en el barrio viejo de San Sebastián.
¿Ustedes saben lo que son 100.000 personas en Granada? ¿100 personas para alguien como yo, acostumbrado a quedarme solo cada vez que defiendo una idea? Había mucha gente, estaba el profesor admirado, el camarero del bar de la esquina, el pediatra de mi infancia, el abogado de mi primer problema con la justicia, la churrera del barrio, la poeta famosa, la madre de mi novia, y hasta mi novia estaba, rodeada de compañeros, vecinos, familiares y desconocidos íntimos.
Hoy parece imposible, pero fue verdad. Como fue verdad que el 28 de febrero de 1980 la gente acudió masivamente a votar por un trato digno para Andalucía. Como fue verdad que por una vez, por una grande, libre y única vez en la historia de mi vida, la gente de la calle consiguió ganarle el pulso a los decretos oficiales. Por eso recuerdo con emoción y asombro aquellos días, y por eso mi orgullo andaluz no tiene que ver con las patrias, los nacionalismos y las razas, sino con la manera de ser de mi gente, el verdadero patrimonio de una Andalucía que no suele preguntarle a nadie por su lugar de nacimiento.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.