Economía sumergida
Es feo el ambiente, de malas noticias y poco dinero en la calle, y ahora al hundimiento económico se añade el agua, y lo que parecía una bendición, los pantanos hinchados, se convierte en amenaza y maldición. Estos días los telediarios y los periódicos son una lección de geografía física, con los nombres de los ríos que se salen de madre o quieren salirse, el atlántico Guadalete, el algecireño Guadarranque, el Guadalhorce malagueño, los afluentes y subafluentes del Guadalquivir, el Genil, el Guadalbullón, el Eliche. El río irrumpe como enemigo, aunque sea un riachuelo. La gente pierde casa y hacienda. Las aguas cortan carreteras y vías de tren, y el aeropuerto de Jerez cierra por primera vez desde que se abrió al tráfico civil en 1946.
Una vez leí una novela, La fuga, de la francesa Albertine Sarrazin, una pequeña delincuente, una apache, como dirían en su mundo, que contaba sus aventuras callejero-carcelarias. Según Sarrazin, donde se ve la condición real de una persona, si es limpia, el estado de su ropa interior, es en las urgencias: en los hospitales, en las comisarías, en las cárceles, sitios a los que uno llega por accidente, cuando menos se lo espera. La catástrofe del agua descubre miserias andaluzas, un aspecto del estado de la región. Está emergiendo estos días la economía sumergida de los tiempos de plenitud, cuando la especulación levantaba el paraíso en la tierra en forma de bloque o cadena de casas. De oriente a occidente, en Jaén, Málaga, Córdoba, Sevilla, el agua anega viviendas construidas ilegalmente en terrenos inundables.
Han aparecido más cosas. La gente sigue viviendo en cuevas en Cortes y Graena, en Granada, y tuvo que salir corriendo de la cueva, que se caía bajo el diluvio. En muchos pueblos existe la costumbre de poner una pantalla de plástico y madera en la puerta de la casa en cuanto llueve un poco más de lo normal: las alcantarillas son malas y las calles se transforman en impetuosos riachuelos. El esplendor económico era compatible con estos aspectos de la realidad cotidiana y con la feliz economía sumergida, es decir, la ilegalidad como negocio. La Administración permitió el incumplimiento de los planes de ordenación, la invasión de arroyos, ríos, riberas y laderas, la apropiación privada de suelo de dominio público. El Defensor del Pueblo, José Chamizo, lo ha dicho más de una vez.
Las catástrofes suelen producir cambios positivos o negativos en el mundo en el que se producen. Pero aquí hay cosas que no cambian. El diluvio y la inundación se repiten cíclicamente, de diez en diez años, más o menos. Son una excepción habitual. En Lora del Río el agua sitió el otro día un bloque de 17 casas construidas en la ribera de un arroyo. Leo en este periódico que los vecinos recuerdan la riada de 1963. Se podría haber evitado la riada con un muro de contención, dicen, igual que en 1997. "Hace falta un muro de contención", repiten en 2010. El alcalde socialista de Lora del Río dice que lleva años reclamando el muro a las autoridades competentes.
Responsables de la Junta y su Agencia del Agua han llegado a ver en la crisis de la construcción el momento ideal para estudiar tranquilamente el asunto y tomar las medidas que no tomaron cuando se levantaban los inmuebles que ahora reconquista el agua. Hasta la quiebra se ilumina positivamente gracias al optimismo y propaganda entusiasta de sí mismos de nuestros gobernantes, adictos a la autoestima. El Consejo de Ministros ha aprobado ayudas rápidas, que se sumarán a las ya dispuestas por las inundaciones de diciembre y enero. Las inundaciones tienen también su lado pedagógico, aprovechable: otra vez veremos cómo la Administración paternal, patriarcal, casi nostálgicamente feudal, acude a proteger a sus hijos, sin acordarse de que los abandonó.
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