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Columna
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Arriba y abajo

Hace 10 días los universitarios andaluces se manifestaban contra la universidad del futuro, presente ya, y, hace tres, salían los estudiantes a la calle en Barcelona, mientras los de aquí se reunían en asambleas. En Granada, el día 13, tomaron la palabra estudiantes italianos, a propósito de la reforma berlusconiana de la enseñanza, contra la ley de la ministra Mariastella Gelmini. Ponen en Italia maestro único para los cursos de primaria, como antiguamente, nada de un maestro especialista por asignatura. Reducen plantillas y fondos para la enseñanza pública, y añaden al programa una hora de Ciudadanía. La intervención granadina de los italianos demuestra la europeización de las universidades: hay en Andalucía cursos de postgrado que ya tienen tantos alumnos extranjeros como españoles.

Vamos hacia la formación de un sistema universitario europeo, el Espacio Europeo de Enseñanza Superior, según la Declaración de Bolonia de 1999. Tendrán libertad de movimiento los universitarios de la Europa unida, unidad de estudios y títulos. Sería un objetivo estupendo, para 2010, si no escondiera un abaratamiento o desmantelamiento parcial de la universidad pública. El filósofo José Luis Pardo lo explicaba perfectamente el pasado lunes, en La Cuarta Página de este periódico, en su artículo La descomposición de la universidad. Descrito técnicamente, el asunto es simple: las diplomaturas y licenciaturas de ahora se convertirán en títulos de grado (tres o cuatro años), que permitirán el acceso a un segundo siglo de postgrado (uno o dos años), y los programas se plegarán a las necesidades empresariales de mano de obra.

El peligro está en que los estudios de graduación se conviertan en una especie de enseñanza general básica universitaria y que la especialización quede únicamente al alcance de aquellos estudiantes que pueden permitirse continuar su formación en cursos caros. Si es así, la universidad sufrirá el proceso que ya está prácticamente concluido en las enseñanzas primaria y secundaria. La escuela, principio de la igualdad de oportunidades, está logrando anular toda posibilidad de igualdad desde la infancia. La escuela pública ha quedado para los pobres, empobrecida, rebajada, para los de abajo. Ha habido un rebajamiento capital en la formación de los alumnos, acaso porque se pensaba que había que entretener a los niños, más que enseñarles, y, aún así, son muchos los que dejan de estudiar.

Hemos recurrido al pretexto de que la enseñanza debía acercarse a los alumnos y sus intereses reales, como si los pobres tuvieran interés en ser pobres toda la vida: ni siquiera, alguna vez, se les ha enseñado a los estudiantes el dominio de su lengua, el español. Aquí, con la doctrina de que hay que respetar la identidad, desde párvulos muchos niños han sido condenados a la desigualdad, incluso en el dominio del más básico bien común, el lenguaje. Puesto que sólo tienen plena garantía de salir de la escuela con un mínimo de conocimientos, empezando por los que afectan al idioma, los clientes de colegios privados, hasta los responsables de la Junta llevan a sus hijos a la enseñanza no estatal. Y el miedo ahora es que la degradación de la enseñanza pública arrase también la universidad.

Los gobernantes han ido imponiendo la idea, quizá inconsciente, de que lo público depende del Estado como si fuera una institución de beneficencia para el que no pueda pagarse otra cosa. Lo demás es obvio: líderes partidarios del liderazgo, mercaderes partidarios del mercado, negociantes partidarios del negocio. En la economía del máximo beneficio privado a la mayor velocidad es imposible pararse a pensar en la lentitud del conocimiento, ni en el proyecto de una verdadera enseñanza pública sostenida por todos los ciudadanos. Es difícil mejorar la escuela sin tocar el estado general de las cosas.

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