MAMA LUCY MADRE ÁFRICA
Kibera es un suburbio de Nairobi. Escenario en enero de sangrientos enfrentamientos, sería un lugar aún peor sin esta mujer bajita y enérgica. Su vida es ayudar a los niños
En las paredes de un tranquilo refugio que dirige Mama Lucy para niños abandonados en Kibera, una inmensa barriada a las afueras de Nairobi, hay colgados unos dibujos que representan escenas extremas de violencia de masas. En el centro, un hombre a cuatro patas al que golpean otros con palos; a la derecha, un hombre arrodillado y rogando por su vida un momento antes de que le apuñalen; escondido en la esquina inferior izquierda, un hombre que huye corriendo de una horda con machetes; por todas partes, edificios en llamas. Hay letreros que dicen: "¡Quemadle!", "¿Es un ser humano?" y "¡Matadle, es un kikuyu!".
El autor es un chico delgado y callado de 15 años, llamado Denver, cuyos padres murieron de sida y que es seropositivo. Sus cuadros, una versión infantil de Goya y El Bosco, son su visión de la violencia étnica que estalló en Kibera el pasado mes de enero, después de lo que muchos consideraron una victoria electoral fraudulenta del partido de la tribu dominante en Kenia, los kikuyu. Cuando empezaron a manifestarse, los temores a que el país se encaminase hacia un baño de sangre como el de Ruanda, el antiguo secretario general de la ONU, Kofi Annan, intervino e hizo de mediador en una paz que aún es precaria.
En el horror de aquellas imágenes y en la relación entre Mama Lucy y Denver está contenida la gran paradoja de África. La infinita bondad de tantas personas junto a la erupción de ira asesina que se apodera de otras
En Kibera quemaron y saquearon cientos de hogares; ardieron docenas en las proximidades de la casa de Mama Lucy, que se libró, igual que se libró el refugio a la vuelta de la esquina -el "centro de rescate", lo llama ella- que dirige. Mama Lucy (todo el mundo la llama así, pero su verdadero nombre es Lucy Kayiwa) es ugandesa, y eso le da cierta neutralidad suiza en medio del caos general. Mama Lucy ha vivido 40 de sus 64 años en Kibera, lo cual significa que pudo escapar de las brutalidades aún peores cometidas en su país natal por el arquetipo del tirano africano, Idi Amín. En su vida personal ha sufrido penalidades y tristezas que habrían derrotado a cualquier mujer occidental, pero eso, en África, es el pan de cada día para millones de personas. En 1982, su marido, a quien adoraba, se fue para crear una nueva familia en Zimbabue y la abandonó en Kibera, famoso por ser el mayor barrio de chabolas de todo el continente, con cuatro niños entre 4 y 11 años. Vivían en dos habitaciones: en una dormía ella con sus cuatro hijos; en la otra, hacían sus deberes los niños. En 1984 se unió a la familia una quinta criatura, una niña de tres años que una prima de Mama Lucy no podía criar porque era demasiado pobre.
Desde entonces no han parado de llegar niños. Ese mismo año decidió trabajar como voluntaria con la sociedad de San Vicente de Paúl, una organización católica que en Kibera se dedicaba a atender a los huérfanos. "Necesitaba algo que me ayudara a huir de la tristeza que sentía por la marcha de mi esposo", explica, como si no hubiera tenido suficiente con sus propios hijos. Después de haber sido maestra de preescolar en un colegio acomodado de Kenia durante 20 años, calcula que por sus manos han pasado unos 2.000 niños. Cuando se jubiló, hace cuatro años, puso en marcha el centro de rescate, que alberga a 15 niños, y ha fundado una guardería que atiende también a unos 70 niños pobres, lo cual, en Kibera, quiere decir muy pobres.
En una reunión de la sociedad San Vicente de Paúl de Kibera para recaudar fondos destinados a un nuevo centro de rescate, una de sus colegas, maravillada como todos los que la conocen por su generosidad, contó que un día le había preguntado: "¿Cuántas personas dejarías entrar en tu casa hasta negárselo a alguien?". Y Mama Lucy respondió: "Mientras pueda cerrar la puerta, todos los que quepan".
Conocí a Mama Lucy en el centro de rescate en el que vive Denver, el joven artista. Es Beverly Hills, comparado con las chabolas que constituyen la vivienda de la mayoría de la gente en Kibera. Construido con ladrillo y cemento, con suelos de linóleo -y no barro-, tiene tres habitaciones con literas para los niños, la ropa pulcramente doblada en cajones, agua corriente y -un lujo inimaginable para la mayoría de los vecinos- un aseo interior. "En la desgracia, es verdad que estos niños son afortunados", dice Mama Lucy. "Ojalá pudiéramos empezar a ayudar a las decenas de miles más que están ahí fuera, que necesitan el amor y la atención que nosotros podemos ofrecer".
Lucy es una abuela de corta estatura, regordeta, cuya piel, como su energía, es la de una mujer 30 años más joven. Siempre ocupada, incansablemente atenta a todo lo que la rodea (después invitó a mi taxista a su casa a comer), agresiva en su empeño de hacer el bien de manera eficaz, combina el empuje de un directivo de empresa -o un boxeador, o un atleta olímpico- con un corazón de oro. Los 15 niños que viven en el centro -con una educación impecable, se ponen todos en fila para dar la mano al invitado que acaba de llegar- la rodean sin parar, en busca de una palabra o un abrazo. Sabe los nombres de todos, les besa, les coge de la mano, les limpia la nariz y, con ojos de lince, regaña a cualquiera que se porta mal. Es la madre modelo por excelencia; la Madre África en carne y hueso.
África o, al menos, esta abarrotada esquina del continente, la ha necesitado. -Los padres de Denver murieron cuando él tenía 8 años y su hermana, 12, y ellos se quedaron al cuidado de unos tíos muy jóvenes que no trabajaban y eran unos borrachos-, recuerda Mama Lucy. "La niña vino a verme en 2005, cuando tenía 15 o 16, una edad en la que no hay duda de que corría peligro viviendo con los tíos". Denver no se enfrentaba a la perspectiva de sufrir abusos sexuales, pero sus tíos le utilizaban como esclavo y le golpeaban de forma habitual. "Se escapó y se convirtió en delincuente callejero juvenil a los 12 años. La policía le encontró y, por fortuna, acabó aquí...".
Mientras habla, se oye un grito de dolor de una niña que juega en el patio arbolado. Se levanta de un salto de la silla y sale corriendo, interrumpiéndose a mitad de frase. "Era Elizabeth. Ya está bien", explica momentos después. "¡Pero qué historia tiene! Su padre perdió su trabajo en una plantación de café y su madre vino a vernos hace dos años, incapaz de cuidar de Elizabeth y sus otros dos hijos. La madre era como un cadáver andante. Le dimos comida y un poco de dinero, y al cabo de unos días tenía mucho mejor aspecto, pero dos meses después murió. Entonces, el padre, que no tenía trabajo ni sabía qué hacer, vino y nos dijo: "Por favor, quédenselos". Descubrimos que Elizabeth, que entonces no tenía más que año y medio, era seropositiva".
Igualmente triste es la historia de Frances y Achieng, que son hermanos (Mama Lucy siempre intenta mantener juntos a los hermanos) y tienen 7 y 5 años. Una ONG llamada GOAL les encontró en la calle en 2006, abandonados como perros, y les llevó al centro de rescate. "Al final encontramos a la mujer que creíamos que era la madre, pero ella no los quiso. Quizá la habían violado", explica Mama Lucy. "Frances es bastante despierta, pero Achieng no puede hablar y, cuando intenta escribir, sólo repite la misma letra una y otra vez".
¿Y qué ha sido de sus cuatro hijos? "Oh, están todos muy bien. Se han ido lejos". Los deberes que hacían en aquella casa de dos habitaciones han dado fruto (hoy Mama Lucy vive en una sólida casa de dos pisos y cuatro habitaciones, humilde para los criterios europeos pero considerada rica en Kibera, dice, mientras se disculpa con una sonrisa). Tres de sus hijos viven y trabajan en Estados Unidos y otro en los Países Bajos, con su segunda mujer, que es holandesa.
¿No ha pensado en irse a vivir con uno de ellos? "He ido a verlos y todos me han invitado a irme a vivir con ellos. Pero no puedo. No me canso nunca y siento que estoy en deuda con Kibera. Me dejaron venir aquí, me permitieron tener una vida con mis hijos, y creo -soy cristiana, ¿sabe?, católica- que todavía tengo mucho que devolver". Pese a toda su santidad, a veces caerá en la desesperación, supongo. "Sí", responde. "Esta violencia que sufrimos en enero fue terriblemente deprimente, la prueba del mal que hay en alguna gente. Mis vecinos kikuyu, a los que intenté esconder en mi casa, cuyos hogares acabaron incendiados y saqueados... Fue terrible y, con cosas así, dan ganas de salir corriendo, pero entonces veo la sonrisa de uno de estos niños que han sufrido tanto y veo todo lo que me necesitan, y sé que, por ahora, debo quedarme".
Denver entra en el cuarto como una fantasmagórica presencia adolescente, tímido y con ojos tristes. Estudia sus dibujos en la pared y luego se vuelve a mirar a Mama Lucy, lo más parecido al amor materno que ha conocido en su vida. En esas dos visiones, en el horror de aquellas imágenes y en la relación entre Mama Lucy y Denver, está contenida la gran paradoja de África. La infinita bondad de tantas personas junto a la erupción de ira asesina que se apodera de muchos otros, no sólo en Kibera, sino en Ruanda, Suráfrica, Congo, Nigeria, Zimbabue, Sudán; el valor ante la terrible adversidad junto a la enfermedad que se extiende; la vasta belleza natural del continente, junto a su maldad natural. Y todo ello significa algo muy doloroso: que, aunque Mama Lucy se quede en África, vigilando las barricadas, hasta el día en que se muera, se siente agradecida y aliviada de que los hijos de sus entrañas hayan podido escapar.
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