Gabriel Vargas, caricaturista del México urbano
Sus viñetas retrataban a la parte más pícara y humilde de la sociedad
A Gabriel Vargas solía desagradarle lo que había dibujado el día anterior. Quizás por eso se pasó más de siete décadas intentando afinar su crónica, en clave de cómic, del Distrito Federal, la urbe mexicana en la que falleció el 25 de mayo, a los 95 años. En sus historietas, pobladas por pícaros que intentaban burlar al hambre, todos los personajes lucían amplias sonrisas, rojas narices y grandes ojos de asombro.
Nacido en 1915, en Tulancingo, en sus propias palabras una "tierra de valientes, muy de a caballo, muy enamorados y matones", Vargas era un tímido que rechazaba los homenajes: "Yo solo pinto monitos", se excusaba. Llegó a la capital siendo un niño, acompañado de su madre y sus 11 hermanos. Su talento con los pinceles le permitió entrar como dibujante en el periódico Excélsior con solo 14 años. Allí concibió sus primeras viñetas, como una adaptación del Evangelio, La vida de Cristo, por la que pasó una noche en comisaría. No fue su único encontronazo con la censura, aunque él intentara minimizarlo: "Siempre cosas sin importancia. Algún incidente si publicaba que la policía era un nido de ladrones. Alguna vez me amenazaron de muerte...".
Su gran obra fue La Familia Burrón, que se publicó entre 1948 y 2009 y llegó a vender medio millón de copias semanales. Varias generaciones de mexicanos mamaron de las peripecias de Borola Tacuche -piernas como palos, grandes pies, audacia de vedette- y de su marido Regino Burrón, "rapabarbas" que se negaba a peinar la raya al otro lado pese a que su peluquería era un desastre de negocio.
Toda una celebridad en México, numerosos artistas e intelectuales han alabado a un hombre peculiar, que tenía "la música por dentro, siempre inventando palabras, frases, personajes", según ha dicho su viuda, Guadalupe Appendini. No bebía, no fumaba y no veía la tele. A cambio, disfrutaba de una biblioteca de 6.000 volúmenes. Pero nunca leía cómics: los detestaba. Sobre todo los que incluían desnudos, violencia o palabrotas.
Vargas frecuentó las noches mexicanas de manera intensa. Lo hacía para documentarse, para apresar los giros y expresiones que después pondría en boca de sus buscavidas, como Jilemón Metralla y Bomba, protagonista de Los superlocos, diputado despiadado, símbolo de la corrupción de cierta clase media. También tuvieron mucho éxito Frank Piernas Muertas, Caballero Rojo y Virola y Pitola.
"El país siempre igual, para abajo, solo que con más rateros", sentenciaba Vargas sobre la sociedad mexicana, de la que dibujó un fresco en el que todos cabían pero en el que destacaban los más humildes, los que se encontraban "en la última miseria", como solían decir sus personajes. Evitando el melodrama y abundando en el humor, en sus páginas había quien iba al zoo a cazar avestruces para hincarle el diente a algo en la cena de Navidad. Al final, la picaresca le alcanzó de lleno: sus nietas se dedicaron a vender dibujos falsos, falsificando la firma del abuelo, para aliviar las deudas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.