Carlos Pujol, la discreción del escritor ilustrado
Durante 40 años fue editor y jurado del Premio Planeta
"Tenía una gran finura moral e intelectual; no sobreactuaba nunca, y en la amistad fue infalible". Difícil tener y mantener esas cualidades en el egocéntrico y fatuo mundo de las letras y la edición durante casi medio siglo. Y más cuando se es uno de los rostros más visibles del Premio Planeta, del que era miembro del jurado desde 1972 y, desde 2006, también su secretario. Casi una contradicción, admite el poeta y amigo Pere Gimferrer. Pero así veía a su compañero, el erudito editor, escritor y traductor Carlos Pujol, que coherente, en voz queda como vivió y escribió, falleció de manera inopinada la noche del lunes de un derrame cerebral.
"El lunes mismo -recuerda Gimferrer- hablamos de literatura". Fácil, era su vida. Nacido en Barcelona en 1936 y doctor en Filología Románica (1962), parecía que sus vastos conocimientos de las letras castellanas y francesas sobre todo, pero también de la inglesa y la italiana, predestinaban su carrera hacia la enseñanza, como así fue hasta 1977, cuando dejó de enseñar literatura francesa en la Universidad de Barcelona. Pero impartir clases le hacía sentirse más incómodo de lo que nunca confesó (hablar en público le inquietaba: no leer las votaciones del Planeta fue su única condición para ser el secretario).
Y quizá ahí estuviera la clave de su salto, por un lado, a la fina crítica literaria desde 1969 y, desde un tiempo antes (septiembre de 1963), a trabajar en Planeta, donde publicó estudios sobre sus queridos Voltaire (1973) y Balzac (Balzac y La comedia humana, 1974). Sería el inicio de una docena de ensayos más, entre los que destacarían Leer a Saint-Simon (1979) o 1900, fin de siglo (1987). "Era un ser irrepetible, un rara avis en estos tiempos donde las gentes desalojan mucho más que pesan", matiza su también amigo y crítico Fernando Valls.
Hombre de confianza del fundador del imperio Planeta, José Manuel Lara Hernández, se convirtió en uno de sus pilares literarios y su labor se tornó vital en la selección de los manuscritos que optaban a los Premios Planeta, Ateneo de Sevilla y Ramon Llull.
Cargado de una inmensa cultura al estilo de su añorada Ilustración, de una exigencia altísima hacia sí mismo, era una enciclopedia en la sombra de muchos editores del grupo y autor de un sinfín de estudios que precedían buena parte de las ediciones de los Clásicos Universales Planeta que, por su rigor casi enfermizo, eran piezas tan valoradas como sus ensayos. No era improvisado: se había forjado en algunos de los capítulos de la Historia de la Literatura Universal que Martí de Riquer y José Maria Valverde le pidieron en 1985.
Tan tímido como irónico parapetado tras su gafas, rehuía la notoriedad pública. Ello y un afán de documentación notable le ayudaron a forjar una doble vida que le permitió escribir cerca de 90 libros. "Es uno de sus misterios: cómo podía leer y escribir tanto y, además, ser hombre de familia", se maravilla su compañero. Y lo fue: casado con la pintora Marta Lagarrica, tenía cuatro hijos y 17 nietos, a los que dedicó novelas y cuentos, tercera parte de su obra, iniciada tardíamente en los años ochenta y que arrancó con La sombra del tiempo (1981), que junto a La noche más lejana (1986) son sus mejores novelas, según Gimferrer. Con Jardín inglés (1987) barajó el Nacional de Narrativa.
"Como su prosa, fuera de modas, sus poemas sin rimas pero con regularidad métrica eran para leerse de manera íntima", define Gimferrer la poesía de Pujol: otra quincena de títulos, entre ellos el autobiográfico Versos de Suabia (2005). La novela Los fugitivos y los versos de El corazón de Dios fueron sus últimos títulos el año pasado, siempre salpicados de un fino sentido del humor.
Pero más de la mitad de su bibliografía se la llevan las traducciones, en especial del francés, donde volcó en su castellano tan pulcro como parco en barroquismos obras de Balzac, Stendhal, Baudelaire, Tournier y Simenon. "Pero repetía que el autor más difícil era Henry James", apunta Valls. "Parecía tener una indiferencia absoluta por recoger un lector inmediato; quería pocos, pero que le comprendiera bien", cree Gimferrer. La discreción del sabio.
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