De regreso a la realidad
Lo mejor que puede decirse del nuevo inquilino del Palau de la Generalitat es que, a diferencia de su antecesor, vive instalado en la realidad. Es más que probable que en el poco tiempo que lleva en el sillón presidencial haya sido incapaz de asimilar todo el alud de información que le han ido transmitiendo los consejeros heredados; pero es sobradamente consciente de la mala situación de las arcas públicas y de que la crisis económica no se va a resolver con proclamas patrióticas ni con hiperbólicas declaraciones del estilo "estamos liderando el crecimiento", que tanto se usaban en el pasado reciente, cuando la realidad es que la Comunidad Valencia solo es líder en deuda y en paro.
La dimisión de Francisco Camps ha representado un giro copernicano en las formas de escenificar la política valenciana por parte de Alberto Fabra. Toda la desmesura verbal del expresidente y sus mesiánicas comparecencias han sido sustituidas por las palabras y los hechos prudentes en extremo de su sucesor. Tanto, que aún no ha dicho ni hecho nada que le comprometa; discreción que en un dirigente político no es precisamente un mérito. Por el contrario, proyecta una imagen de sensatez y equilibrio muy necesario para tiempos tan atribulados como los actuales
Una sobriedad que encuentra su reflejo en los consejeros de Economía y Hacienda que, discretos como eran antes de ocupar sus cargos, tienen que cargar con la peor de las herencias: buscar fórmulas para empezar a pagar a los proveedores de la Generalitat, embridar el déficit y procurar que las nóminas lleguen puntuales a la miríada de funcionarios y empleados que dependen de la administración pública. Los anunciados recortes son exactamente eso: anuncios que se materializarán en el futuro. Pero los acreedores no tienen tiempo ni paciencia para cobrar. De ahí que los responsables del área económica se empleen a fondo en explicar a los empresarios que la Generalitat pagará en la medida que sea posible la renovación de créditos. Y esta es la cuestión que preocupa en el despacho presidencial cada día más. No hay una sola noticia que permita ser optimista respecto de esas renovaciones. El recrudecimiento de la crisis en Europa y los datos del paro en EE UU indican que el otoño pinta mal y que los bancos van a volver a sufrir. Y ya se sabe quién tiene la última palabra en la renovación de los créditos.
Con semejante panorama no es extraño que el presidente Fabra intente tender una cortina de humo reclamando a Rodríguez Zapatero más de 7.000 millones de euros a cuenta de una supuesta "deuda histórica". Vale la pena detenerse un poco en esta reivindicación. La llamada "deuda histórica" no existió para el PP hasta que los socialistas regresaron al poder en España. De hecho, la primera reivindicación surgió de Esteban González Pons, en su época de consejero de Educación que en 2004 reclamó 2.400 millones. Mientras gobernó José María Aznar todo fueron parabienes para un modelo inventado por el expresidente de la Generalitat Eduardo Zaplana que era notablemente lesivo para los intereses de los valencianos. Más tarde, hace justo un año, un grupo de expertos cifró la deuda en 3.400 millones; al tiempo que Gerardo Camps, entonces vicepresidente económico decía que no era partidario de denominar la deuda histórica "así, porque no lo es".
La tal deuda es un parche con el que intentar tapar los numerosos agujeros existentes en las arcas públicas por el despilfarro de los sucesivos gobiernos del PP. Que Rafael Blasco sea el defensor de tan peregrina reivindicación es lo suyo, pero exagera un poco cuando dice que el PP condiciona su apoyo al pacto constitucional al pago de esos 7.000 millones. Me pregunto qué hará si no los abonan y el pacto -obvio es- sigue adelante. ¿Dimitirá?
Y last but not least, con Alberto Fabra se han recuperado las formas democráticas. Que no es poca cosa.
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