De la educación sentimental de las mujeres
Hace solo unos días, en la puerta del Congreso de los Diputados se reunía un amplio grupo de mujeres que festejaba la aprobación de la Ley de Igualdad entre hombres y mujeres. No era para menos, pues se trata de una ley que intenta dar un nuevo y decidido impulso a la revolución que están experimentando las relaciones entre hombres y mujeres que, al parecer -y ¡por fin!-, vamos camino de lograr que sean más libres y más justas y que -esperemos- no tengan vuelta atrás.
Mientras estas cosas ocurrían estaba yo enfrascada en la consulta de algunos libros de la abundante bibliografía que a lo largo del tiempo se ha escrito para mostrar la diferencia entre mujeres y hombres -diferencias, claro está, que debían actuar en contra del sexo femenino-. Así, a modo de ejemplo, el discurso de los hombres ilustrados se asentaba en una verdad incontestable: las diferencias físicas -y morales- que se observaban entre los sexos debían imputarse a una Naturaleza incuestionable que servía para dar razón de las funciones sociales que les corresponde a unas y a otros. La diferencia se colocaba también como barrera infranqueable a las pretensiones de igualdad de unas pocas mujeres, ilustradas ellas mismas, con una visión radicalmente distinta de las cosas. Esta se trataba, en síntesis, de que las diferencias negativas de su condición se debían a la manera como habían sido educadas o, más exactamente, a la falta de educación que habían sufrido. Pretendían, por ello, que no existiendo ningún obstáculo intelectual que lo impidiese, ocupar los mismos espacios y desarrollar las mismas funciones que hasta el momento correspondían exclusivamente a los hombres de su misma clase y condición.
Los ilustrados, sordos a las razones que daban lugar a estas propuestas, enfocaron la educación femenina en el ámbito de la formación moral y doméstica, no en el de la libertad, en la que, en cambio, había que educar a los hombres. Los resultados de esta educación los denunció, todavía casi un siglo después, doña Emilia Pardo Bazán, una de las mujeres más lúcidas -y libres- del siglo XIX, para quien la formación que se daba a la mujer de su tiempo no podía considerarse educación, sino doma. Se trataba de un tipo de educación preventiva y represiva hasta la ignominia, que partía del supuesto del mal, nacía de la sospecha, nutríase de los celos, inspirábase en la desconfianza...
Esto ocurría dentro de una situación en la que el ideario de las elites liberales trataba de no dar alas, a diferencia del pasado, al pensamiento misógino que, digámoslo de una manera suave, alertaba sobre la maldad congénita de las mujeres, pertenecientes todas a la estirpe de la Eva pecadora, cuyos desmanes son de sobra conocidos. Por el contrario, aquellos hombres -y mujeres- se esforzaban por ser más modernos y, en algunos casos, un poco menos clericales. Seguían apreciando, ciertamente, los textos clásicos del catolicismo, como esos textos sencillamente delirantes que son La formación de la mujer cristiana de Vives o La perfecta casada de Fray Luis de León; pero sus bibliotecas se enriquecían con una nueva literatura considerada más moderna y útil para la educación femenil: las novelas sentimentales, destinadas explícitamente a un público de mujeres, a las fibras más sensibles de cuyo corazón trataban de llegar. En efecto, en aquellas novelas, que se declaraban llenas de verdad, se magnificaba la moral femenina y su absoluta -y desinteresada- dedicación al ámbito del sentimiento y de lo privado. Lo cual difícilmente podían cumplirlo las lectoras más libres, que pretendían para ellas una misma moral y las mismas libertades sexuales que se concedían a los hombres. Del mismo modo que las mujeres más pobres tampoco podían cumplir a plena satisfacción los muchos deberes a que les obligaba la maternidad: empleadas en ganar el pan de sus familias, poco más podían hacer por la mejor salud y educación de sus niños.
El ideario, ciertamente, favorecía a los hombres, que hicieron del hogar el mejor refugio contra los sinsabores de lo social. A la vez respondía a las aspiraciones de las burguesías biempensantes, que, en su ascenso social, pudieron esgrimir a su favor la moral de sus mujeres y sus valores familiares, frente a sus enemigos declarados: las feministas y demás demócratas, a los que les resultaría fácil calificar de menos morales o de libertinas. Cuando no les acusaron de querer la destrucción de las familias.
Todos los caminos llevaban a un mismo lugar: la exclusión de las mujeres de lo público, en el que se empeñaron intelectuales y políticos hasta tiempos muy recientes. Hoy felizmente -¿por fin?- este ideario a que condujo la "educación sentimental" parece periclitado, mientras un nuevo espíritu de justicia y de progreso se instala en la sociedad que -con excepciones muy significativas- ha acogido positivamente la Ley para la Igualdad entre hombres y mujeres que acaba de aprobarse. Se trata de una ley mayor, como enfatizaría el presidente Zapatero defendiéndola personalmente en el Congreso, con la incomprensible ausencia del líder de la oposición.
Las mujeres, que perseguimos lograr una mayor igualdad en el reconocimiento y en la práctica de los derechos y deberes de los que ahora disfrutamos, que, por otro lado, tanto ha costado de conseguir, estamos contentas con lo hasta ahora alcanzado agradecidas a los hombres, que tanto en el pasado como en el presente, han pretendido ser justos convirtiéndose en nuestros aliados.
Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia
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