Savater y los demás
Fernando Savater encabeza un Manifiesto por la Lengua Común, es decir, en defensa del idioma castellano en trance de desaparecer (como bien sabe el actual ministro de Cultura, que ha llenado el mapa mundial de una insensata proliferación de sucursales del Instituto Cervantes) y de inmediato le crecen los abajofirmantes tal como los enanos en un circo, desde Jiménez Losantos hasta el gran budista transnacional Sánchez Dragó, pasando por Pedro Yihad Ramírez y Albert Boadella, siempre a la que salta. Se trata de denunciar el mucho peligro lingüístico de las nacionalidades periféricas por los representantes de un nacionalismo centralista que nunca, pero es que nunca, se reconoce como tal. Esa naftalina huele desde lejos al peor Pedro Laín y al más despistado Ridruejo, con su respeto impostado al derecho de existencia (como si de ellos dependiera) de culturas de expresión distinta de la castellana. Se trata de una estupidez, y sin duda de un insulto a la inteligencia común. Y también de una falacia política basada en una creencia supuestamente ilustrada, algo ensombrecida por las argucias de sus bizarros relatadores: los derechos corresponden a los individuos, no a los colectivos que dicen representarlos, percibidos más bien de manera interesada como tribus arcaicas. El asunto suscita sensaciones de pánico cuando uno de los lumbreras firmantes del Manifiesto exige una lista de los que han preferido no firmarlo, a fin de que se sepa quiénes son y pase lo que tenga que pasar.
No digo que haya que ser leninista para proclamar que los trabajadores deben organizarse para frenar las feroces arremetidas de sus empleadores, por lo demás, muy bien organizados; pero sí me gustaría apuntar que incluso estos benditos defensores de los derechos de los individuos previamente individualizados tienden a organizarse en defensa de los intereses que creen representar como colectivo orientado a la defensa de lo individual castellanizado. No solo los trabajadores por cuenta ajena se organizaron en sindicatos en defensa de sus intereses (cosa que no carece de importancia cuando la Unión Europea baraja aprobar la jornada laboral de 60 horas): también los profesionales liberales están colegiados o afiliados a asociaciones cuya razón de ser es la defensa de los derechos y de los intereses de las personas individuales a las que representan. Y, en fin, también el españolismo es una emoción tribal (aunque sus representantes colectivos prefieran no reparar en ese engorroso detalle), probablemente más dañina que todos los nacionalismos periféricos juntos.
Curiosamente, aunque tal vez ni eso, ese Manifiesto apela a las virtudes de la conciencia colectiva para defender derechos individuales. No puede ser de otra manera y nunca lo ha sido, ni siquiera en los episodios de los más feroces anarquismos, tanto más eficaces cuanto mejor organizados. Lo cierto es que ese Manifiesto, y su penosa redacción, reclama el apoyo de su tribu al tiempo que desdeña esa figura, se cree ajeno a los conflictos nacionalistas cuando representa al nacionalismo español sin complejos, detecta peligros inexistentes o socialmente irrelevantes aun a costa de contribuir a ampliarlos y extenderlos. Ver finalmente juntos a Savater, Jiménez Losantos, Pedro Jota, Rosa Díez y Sánchez Dragó dando el espectáculo, es inquietante. Así empezó la CEDA, aquel gracioso colectivo cuyas siglas resumían algo de tanta picardía como Confederación Española de Derechas Autónomas. Se diría que no pasan los años. Será porque persisten los problemas.
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