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Columna
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Crisis y política ambiental

La pasada legislatura no se distinguió precisamente por un cambio positivo en las políticas ambientales desde la Administración central, si se exceptúan algunas iniciativas de la ministra Narbona.

En momentos difíciles, y parece que ahora estamos en uno de ellos, suele haber voces que aconsejan no sacar a relucir los déficits ambientales de nuestro sistema productivo y de consumo. Sin embargo, esa reflexión, con sus propuestas alternativas, no solo es oportuna, sino que ayuda a explicar en buena medida la crisis actual.

Supongo que hablar en plena crisis de decrecimiento -consumir menos para vivir mejor- se puede tomar como una provocación si, como suele ser habitual, nos quedamos en la superficie del debate. Pues bien, ya hay quien apunta, desde hace tiempo, que el actual modelo económico, basado en el crecimiento sin límites, está obsoleto, por la sencilla razón de que nuestros recursos son limitados.

El PIB a toda costa -y casi como único indicador soberano de la salud económica de un país- impide analizar con otra óptica la estructura del crecimiento económico. Si se habla de calidad en el empleo, ¿por qué no hacerlo con el resto de las variables macroeconómicas? Los economistas críticos explican que no todo PIB es positivo por definición y animan a introducir la contabilidad ecológica para analizar y evaluar adecuadamente los impactos que generan determinadas actividades productivas y que por lo general, se cargan impropiamente a la cuenta de la comunidad.

Es lo que ha venido ocurriendo, por ejemplo, con el sector inmobiliario. Por mucho que ha sido la iniciativa privada la protagonista de la ya famosa película del ladrillo, resulta ahora irritante repasar la pasividad y complicidad de las administraciones públicas -en plural- ante tanto desmán. Los desperfectos en patrimonio colectivo, recursos naturales y en el paisaje pasan a engrosar la deuda colectiva, sin contar las infraestructuras públicas que han coadyuvado al proceso. Véase, por citar un caso, el de la costa de Murcia y Almería, donde en 2005 se proyectaban una autopista paralela al mar y una desaladora en uno de los pocos tramos de litoral mediterráneo libres de los abusos urbanísticos.

Lejos de corregir el tiro, el Gobierno se apresura a salir en defensa del PIB a base de reactivar la maquinaria de la obra pública con un programa análogo al anterior, corregido y aumentado: léase inyectando más hormigón, más asfalto y más hierro para lo que ya se adivina como una sobredosis de altas velocidades en carretera y ferrocarril.

En cambio, otros sectores de la acción pública, verdaderamente necesarios y que, a fin de cuentas, crean más empleo sin destruir capital natural y sin generar desigualdades sociales, ven recortadas sus posibilidades. Programas como la promoción pública y rehabilitación de la vivienda, la creación de solventes redes de transporte colectivo, la construcción de equipamientos sociales, la modernización de las instalaciones sanitarias y educativas, la rehabilitación del patrimonio hidráulico o la recuperación paisajística, serían algunos ejemplos. ¿Es precisa una reconversión del sector empresarial?... pues adelante.

Todo parece indicar pues, que el mantenimiento en el nuevo Gobierno de la ministra de Fomento y el pase a la reserva de Cristina Narbona supuso algo más que una anécdota. Algunos temen la supresión de los últimos obstáculos desde el propio Gobierno para esta nueva etapa continuista de construcción de infraestructuras de gran escala -ya sabemos lo que significa, por ejemplo, aligerar los trámites de los estudios de impacto ambiental- así como el replanteamiento del programa nuclear para la crisis energética.

La ministra Narbona causó incomodidades a diestro y siniestro -incluyendo entre los afectados a sus correligionarios socialistas valencianos- por su política en materia de aguas. Por primera vez, una ministra intentó poner en marcha una nueva política hidráulica, acorde con la directiva europea y la racionalidad, alejada de la vieja tradición de resolver los problemas a base de tubos y hormigón. Ahora, desde el mismo Gobierno, se ha renegado de esa política, en un ejemplo de oportunismo político sin tapujos. Lo cual lleva a comprobar que la razón política, con frecuencia, se lleva muy mal con la razón científica.

Así que esta nueva legislatura, y visto cómo se las gastan en los gabinetes económicos de Moncloa -nombrando un embajador en el SEOPAN, la gran patronal de la obra pública- todo parece indicar que va a haber pocas contemplaciones con la política medioambiental de la pequeña y mediana escala, precisamente en las que el Gobierno tiene tanta influencia. Aunque continuaremos, eso sí, pregonando la lucha contra el cambio climático.

Las políticas ambientales son hoy un camino inequívoco para sentar bases firmes en nuestro sistema económico, pues abren el proceso hacia la autonomía en los recursos, el empleo estable y de calidad, la innovación y progreso cultural. Pero también son la manera éticamente decente para promover la solidaridad con aquellos pueblos que, expoliados de sus recursos y libres de responsabilidad con los impactos ambientales, son en cambio los más damnificados por la contaminación y la pobreza.

A medio y largo plazo, las políticas ambientales nos hacen menos vulnerables, menos dependientes y más solidarios. Contrariamente a lo que se viene transmitiendo a la opinión pública, son las épocas de crisis las más adecuadas para poner en práctica nuevas medidas hacia la sostenibilidad, ese camino para sanear la economía y dejar a nuestros herederos un país mejor. Ahí tenemos las enseñanzas de la crisis del agua -ya estructural- y también la de la energía: para aprender, para rectificar, no para huir hacia delante. Como sabiamente afirman los autores del famoso informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento, "las ideas de límite, sostenibilidad, suficiencia, equidad y eficiencia, no son ni barreras, obstáculos ni amenazas. Son guías hacia un mundo nuevo..."

Joan Olmos es ingeniero de caminos.

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