Los reinos de la imaginación
Las relaciones entre cine y literatura sólo se resuelven satisfactoriamente cuando ambas partes tienen algo que aportar. Y lo más difícil es producir carne y hueso, que al fin y al cabo son la única verdad. El ejemplo de los cuentos de Maupassant es bastante esclarecedor. Hay pocos escritores más adaptados al cine
Las relaciones entre cine y literatura dan para tantos seminarios y conferencias, que ya han nacido niños concebidos en congresos sobre el tema. Cuando sean mayores y les pregunten, podrán decir: yo nací gracias a un curso de verano sobre la adaptación cinematográfica. El supuesto enigma se resolvería con bastante facilidad si alguien aceptara, aunque fuera a regañadientes, que el cine es sencillamente una forma de literatura, otra, como lo es el teatro o la poesía con respecto a la novela. O también se zanjarían muchas trifulcas si se recordara lo que André Bazin escribió en 1951: "Es absurdo indignarse ante las degradaciones sufridas por las obras maestras literarias en su paso a la pantalla, al menos en nombre de la literatura, porque todo estudio demuestra que la adaptación, por mala que sea, siempre aumenta las ventas de la obra original; así que la pureza literaria no tiene nada que perder en la aventura". Claro que no siempre la pureza literaria es una virtud al alcance de todos aquellos que la reclaman para sí. Y a veces asistimos a querellas por estas causas más propias de programas del corazón que de la inteligencia.
Cualquier material sufre un proceso de adaptación para ser llevado ante el espectador. También ante el lector y ante el observador de un cuadro
El cine es sencillamente una forma de literatura, otra, como lo es el teatro o la poesía con respecto a la novela
Quizá el equívoco original resida en negarse a ver que toda película es una adaptación. Cualquier material sometido a los rigores de una filmación ha de ser necesariamente adaptado. Ya puede tratarse de una noticia del periódico, de un suceso personal, de un recuerdo de infancia, de una visión surrealista o de una nota de suicidio, cualquier material sufre un proceso de adaptación para ser llevado ante el espectador. También ante el lector y ante el observador de un cuadro, y sin embargo nadie habla de la literatura adaptada o de la pintura basada en adaptaciones. Pero nada más lejos de mi intención que quitarle las ganas a alguien de organizar un curso de verano sobre el tema e impedir que una catedrática encuentre el amor verdadero entre los brazos de algún alumno aplicado o viceversa.
El ejemplo de los cuentos de Maupassant es bastante esclarecedor. Hay pocos escritores más adaptados al cine. Él tuvo además la buena educación de morirse un año antes de que se patentara el cinematógrafo, con lo cual se evitó la mala sangre. Sería enorme la lista de películas que tienen su origen en la letra de este cuentista inabarcable. Incluso aquellas sobre las que nunca hay acuerdo acerca de si nacen con certificado de Maupassant o son hijos ilegítimos como La diligencia, de John Ford, que para algunos, incluido él, toma el aliento de Bola de sebo, quizá el más conocido cuento del francés. O hasta La gran guerra, obra maestra de Monicelli, que guarda detalles esenciales del relato Dos amigos. Por no hablar de La mujer del puerto, de Arturo Ripstein, donde el guión de Paz Alicia Garciadiego tira del hilo del breve cuento El puerto.
Pero quizá las dos películas más fieles a la letra del universo de Maupassant y más enormes cinematográficamente sean Partie de campagne, de Jean Renoir, y Le plaisir, de Max Ophuls. La primera toma desde el título el impulso de un cuento magistral sobre una madre y una hija que pasan una tarde en el campo acompañadas por el marido y el pretendiente de la joven, torpes aficionados a la pesca. Allí son seducidas por dos hombres, o, mejor dicho, se dejan felizmente pescar por el anzuelo de dos hombres tras un paseo en barquita.
La película de Ophuls lleva a imágenes tres cuentos del autor, enlazados por un tema común: los placeres de la carne. Pero la verdad es que arrastrando ese tema uno podría llevarse toda la obra literaria de Maupassant y hasta seguramente su entera peripecia vital, tempranamente boicoteada por la enfermedad. En el primero de los cuentos, La casa Tellier, Maupassant nos cuenta la tragedia de un pueblito portuario que encuentra una noche de domingo cerrado el prostíbulo local y sólo tras las pesquisas descubre que la regente y sus muchachas se han ido a la comunión de una sobrina. Nada más hermoso que el sagrado momento de la primera comunión vivido a través de los ojos de las putas emocionadas.
Ahí están las películas y los cuentos para cualquiera que quiera dejarse de ideas adquiridas y prefiera poner un poco de placer a las relaciones entre cine y literatura. Relación erótica que sólo se resuelve satisfactoriamente, como cualquier encuentro sexual, cuando ambas partes tienen algo que aportar. Ophuls y Renoir podían hablarle a Maupassant mirándole a los ojos, su dominio del lenguaje cinematográfico y su conocimiento del alma humana iban parejos a los del creador literario. No es lo habitual, y seguramente en esa desigualdad reside la frustración recurrente de muchos lectores espectadores.
Maupassant es un escritor trasladable al cine no porque proponga tramas sorprendentes o sucesos muy cinematográficos, sino porque habla de la materia viva. El cine no puede eludir su dependencia de lo palpable. Por eso son mejores sus proyectos que sus películas rodadas. El cine muestra una cara y una calle, una pared y un colchón, y todo su poder de sugerencia no parte de la abstracción, sino de todo lo contrario: lo corpóreo. Puede que fabrique sueños, pero lo hace con los ojos abiertos. Es como un edificio construido frente a los planos del arquitecto. Ladrillo frente a imaginación. Carne frente a deseo. También los narradores más perdurables han fabricado sus cuentos con materia viva, donde las huellas se asientan sobre tierra firme, donde los personajes respiran, transpiran, gozan y sufren. Porque lo más difícil de los reinos de la imaginación es producir carne y hueso, que al fin y al cabo son la única verdad. En Maupassant, las mujeres y los hombres se desean, se besan, se acosan, se traicionan, se dejan llevar, vencer, tumbar. Las mujeres recatadas esconden una puta dentro, y las putas, todas ellas, una dama honorable. Los hombres son tercos, frágiles, maleables, y las reputaciones, un engaño público. Los cuentos de Maupassant respiran por entre las grietas de la narración, los personajes no se dejan ceñir a las seis o siete páginas. Uno sigue leyendo tantos años después Ese cerdo de Morin no con una media sonrisa satisfecha, sino con la sonrisa entera. La mitad, por lo que se cuenta allí; la otra mitad, por lo que se vive al lado de acá de la página.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.