Cómo cerrar la brecha territorial en la violencia de género
La despoblación, las dificultades para la movilidad, el arraigo de los roles de género o el ‘qué dirán’ hacen que los servicios de atención a las mujeres víctimas de maltrato deban adaptarse al entorno geográfico. Así funcionan dos de estos recursos, uno ubicado en una ciudad de tamaño medio y otro específico para zonas rurales
016. El mínimo común múltiplo de la asistencia a las víctimas de violencia de género en España es un teléfono de tres cifras. A él se puede recurrir tanto desde un remoto pueblo de la sierra cacereña como desde una enorme urbe como Madrid. Según los expertos, no sucede lo mismo con otros servicios de atención, como puede ser un juzgado especializado en violencia de género o un piso tutelado, en general solo disponibles en capitales comarcales o provinciales.
María Celestina Martínez, directora adjunta del Área de Igualdad y Bienestar Social de la Diputación de Jaén, entiende que esta brecha geográfica no solo marca el acceso a unos recursos u otros, sino que dirime los condicionantes a los que se enfrentan las víctimas en estas situaciones: “En las zonas rurales o comarcas más despobladas, la falta de movilidad, el arraigo de los roles de género, la baja calidad del trabajo o el qué dirán complican este fenómeno”.
Por esa razón, la Administración, en colaboración con empresas que, mediante concurso público, asumen la gestión indirecta de estos recursos, trabaja cada vez más la composición de sus equipos profesionales, la accesibilidad y la variedad de servicios ofertados para ajustarse con eficacia a cada caso. Así funcionan dos centros de atención a mujeres víctimas de violencia de género, uno ubicado en una ciudad de tamaño medio y uno específico de zonas rurales.
Marta (nombre ficticio), una mujer de 63 años, residía en Burgos cuando hace un lustro estuvo a punto de morir a manos de su marido. La Junta de Castilla y León autorizó entonces su ingreso en un Centro de Recuperación Integral (CRI) –gestionado de forma indirecta por la empresa Clece– situado en Palencia, una ciudad de 80.000 habitantes. Cuando cruzó sus puertas muchas de sus amistades le habían dado la espalda y su situación económica era precaria: “Miedo no tuve porque yo siempre fui valiente. En cuanto llegué al centro estuve dispuesta a todo. Iba a cualquier cosa que me proponían”, señala. Explica que de su estancia se queda con la amistad que trabó con Ana, su directora, y las sesiones de psicología y los cursos del SEPE (el Servicio Público de Empleo) en los que participó: “Me ayudaron a aceptar mi soledad, que en mi caso fue impuesta. También aprendí cosas nuevas que nunca pensé que aprendería a mi edad”, relata.
No es solo un lugar de acogida. Aquí vivimos un proceso que engloba muchas más cosas, todas encaminadas a lograr la autonomía de la mujer”Nuria Jaén, educadora social de un Centro de Recuperación Integral en la provincia de Castellón
Hasta hace poco, este recurso público, uno de los 90 disponibles en España según la Delegación de Gobierno contra la Violencia de Género, se conocía de forma popular como casa de acogida. Rebautizados como Centros de Recuperación Integral, en esencia ofrecen un alojamiento seguro y gratuito a las mujeres que han sufrido malos tratos y se encuentran en situación de desamparo, como le sucedió a Marta. Y son también el punto de partida para recuperarse de la violencia e iniciar una vida mejor. De ahí que su nombre haya cambiado. En palabras de Nuria Jaén, educadora social de Clece con 13 años de experiencia en un CRI situado en la provincia de Castellón: “No es solo un lugar de acogida. Aquí vivimos un proceso que engloba muchas más cosas, todas encaminadas a lograr la autonomía. Se pretende que las mujeres que vienen aquí con sus hijos se fortalezcan y ganen confianza”.
Cada historia es un mundo y requiere una atención personalizada, explican los expertos. Pero, si se pudiese dibujar un protocolo habitual, el punto de partida sería un periodo de evaluación de dos semanas en el que un equipo multidisciplinar –psicólogas, educadoras y trabajadoras sociales, abogadas– diseña un plan para cada mujer que ingresa. Durante la estancia, las mujeres pueden entrar y salir cuando quieran. Disponen de una habitación propia para pernoctar con sus hijos. Y día a día trabajan en su recuperación: acuden a tutorías y sesiones con la psicóloga, a veces con los propios hijos, en las que, por ejemplo, se trabajan las habilidades parentales. Estudian y se forman para multiplicar sus opciones de futuro. Reflexionan y hablan entre ellas sobre lo que han vivido. Desmontan mitos sobre el amor romántico, la alimentación o los roles de género. Forjan amistades y relaciones igualitarias. Juegan en talleres de ocio. Y reciben ayuda legal y logística para la gestión de la documentación, la cobertura sanitaria o la solicitud de ayudas económicas.
Para acceder a estos centros no es preciso que medie denuncia, pero sí tiene que existir una derivación de, por ejemplo, los servicios sociales, la policía o el 016: “La premisa es que la mujer sea totalmente autosuficiente para dirigir su vida como guste”, abunda la educadora social Nuria Jaén. “Los resultados no son inmediatos y, aunque varían de caso en caso, en el de los menores la mejoría es muy notoria: simplemente con retirarlos de ese ambiente de violencia que viven en sus casas ya se ve el cambio”.
Marta, tras su estancia en el CRI que en aquel entonces gestionaba Clece, fue contratada por esta misma compañía como limpiadora de espacios y edificios públicos. La educadora social Nuria Jaén detalla que son varios los casos en los que su empresa ha ofrecido un puesto de trabajo a mujeres a las que previamente ha cuidado en centros de recuperación integral: “La inclusión laboral es una herramienta fundamental para su inserción social y en Clece sabemos que para este colectivo un empleo supone un nuevo comienzo para recuperar su autoestima e independencia”.
Con este sostén económico, Marta afirma que ganó autonomía y comenzó a rehacer su vida: “Las dificultades no se han acabado, pero ahora soy más independiente. Me gustaría retroceder en el tiempo, quiero seguir viviendo”.
A las zonas más despobladas de España también llega la atención a las víctimas de violencia de género. Uno de los servicios más novedosos son los Centros Mujer Rural e Interior (CMRI), un recurso pionero y propio de la Comunidad Valenciana que dispone de equipos itinerantes que viajan y se instalan en los pueblos más desconectados, allá donde se les necesite. En Yátova, municipio valenciano de 2.112 habitantes (INE, 2021), María del Carmen Vidal coordina el CMRI de la localidad –gestionado de manera indirecta por Clece– y explica que este recurso surgió de la observación: “Comprobamos cómo el número de mujeres atendidas en zonas de interior era escaso en comparación con el de las que residían en este ámbito. La atención no llegaba con toda la equidad necesaria”.
Estos centros no solo apuntan a las zonas más remotas de la geografía española; también tratan de asistir a las mujeres que no tienen fácil acceso a otros servicios centralizados en capitales de comarca o provincia. Atienden todo tipo de violencia sobre la mujer, no solo el maltrato de una pareja o expareja: episodios de violencia sexual, mutilación genital o matrimonio y aborto forzoso. En la Comunidad Valenciana, los CMRI pasaron de 481 atenciones en 2019 a 688 en 2021.
Su funcionamiento es sencillo. El equipo, que dispone de una flota propia y está compuesto habitualmente por psicólogas, trabajadoras sociales y abogadas especializadas en violencia de género, se desplaza al municipio de residencia de la víctima cuando se produce un aviso de la policía, el 016, hospitales o servicios sociales. Una vez allí, gestan acuerdos de colaboración con el pueblo para que les cedan algún espacio que pueda ejercer de base operativa.
La atención comienza con una valoración telefónica del riesgo del caso. Si es alto, la cita presencial se da el mismo día. Vidal destaca la importancia, en los pasos posteriores, de no revictimizar a la mujer atendida: “En la primera visita se lleva a cabo una intervención psicosocial. La idea es que cuenten su historia una sola vez, tanto a la psicóloga como a la educadora social, para no revictimizar. Ahí detectamos las necesidades y demandas de la mujer, que no tienen por qué coincidir. Después, en la cita con la letrada ya no hace falta contar la historia de nuevo, y nos centramos solo en los aspectos legales”.
Entre ellos se cuenta la decisión de pedir medidas de protección, como una orden de alejamiento, que se puede solicitar si la mujer ha presentado denuncia. A estas medidas también se pueden sumar otras cautelares sobre hijos y vivienda. Vidal lamenta la benevolencia con la que se tratan las faltas en las órdenes de alejamiento: “No terminamos de entenderlo: el que tiene que modificar la conducta es el agresor, pero no siempre sucede. Y no siempre el incumplimiento lleva a las consecuencias que debiera llevar. Las mujeres se cansan de denunciarlo”.
A partir de la entrevista inicial, la atención prosigue y el equipo se desplaza al municipio con la frecuencia que requiera cada caso. La agenda se concierta en base a la disponibilidad de la mujer y el equipo, y se divide en varias sesiones de terapia psicológica y asistencia social y legal.
Lo esencial es acompañar y no imponer el servicio, según esta experta. Los casos con los que lidian están repletos de altibajos e incertidumbres: “Son mujeres que han perdido sus contactos y amistades en el proceso. Por eso es vital que tengan un apoyo incondicional que no juzgue. La decisión solo la van a tomar ellas. Tienen que deconstruir su historia poco a poco, al mismo ritmo que se construyó”, termina Vidal.