La octava maravilla del mundo está en Madrid
Así se consideró hace siglos al Monasterio y así lo entienden tantos viajeros asiduos al Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, Patrimonio de la Humanidad. Ya sea para admirar un cuadro de Velázquez, una secuoya gigante o un asado con carnes y setas serranas, siempre está ahí, inmortal
Cuando el padre del escritor Víctor Hugo, general napoleónico, invadía España, en un ataque de cortesía dice que ni Versalles puede compararse al Monasterio. En 1928, Le Corbusier viene a impartir unas conferencias y comenta que poco puede enseñar a la nación creadora de semejante obra maestra.
Sigue siendo el segundo conjunto monumental más visitado en la Comunidad Autónoma de Madrid, pero octava maravilla del mundo, como se le decía al palacio-monasterio-y-mucho-más, no hay más que una. Tal era, es, el poder del gigante que transforma aquella pequeña aldea serrana en Corte y en un destino turístico antes de inventarse el turismo. Eso lo hereda hoy, en el nivel de los servicios y el carácter abierto.
La provincia madrileña es la única con cinco enclaves declarados Patrimonio Mundial por la Unesco: la Universidad y centro histórico de Alcalá de Henares; el Paisaje de la Luz, en la capital; el Hayedo de Montejo; el Monasterio y el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial y el Paisaje Cultural de Aranjuez. Este último presume de ese título exclusivo, paisaje de paisajes. Pues bien, el Real Sitio podría reclamar a la Unesco que también es eso, un paisaje cultural integrado de arquitectura, naturaleza y siglos.
Difícil abarcarlo todo
Tiene tanto que hay que conocerlo por fases, despacio y a menudo, que para eso Felipe II lo proyectó en Madrid, equidistante de todas partes. Además, ofrece algo tan insólito como la continuidad de bastantes usos originales en sus edificios, por ejemplo, la biblioteca de 40.000 volúmenes, con los de esoterismo y magia disimulados con los cantos al revés, o el pudridero y las criptas de reyes, reinas e infantes. Carlos III espera en una visita teatralizada a su Real Coliseo, uno de los pocos teatros de Corte europeos, posiblemente el único en activo, y clásico en la vida cultural junto con citas populares como, ahora que asoman las Navidades, su Belén monumental.
Abarcarlo todo de una vez es intentar abrazar las secuoyas gigantes del Jardín del Príncipe. Mejor poco a poco, degustar lo particular para captar lo general. Por ejemplo, venir en el Tren de Felipe II para recrear viajes sin prisas y entender por qué eligió este rincón junto al monte Abantos y el valle de la Herrería ⎯Paisaje Pintoresco incluido en la Red Natura 2000⎯, con sus pinos, fresnos, robles, castaños, encinas, cerezos, aves y mariposas protegidas. Ah, y un campo de golf con unas vistas a la historia sin equivalente, a un tiro de piedra y un golpe de drive.
El Rey Prudente adquiere parte de estos bosques para mantenerlos intactos, como prolongación de los jardines históricos del Monasterio. Y después como continuidad de los jardines en las casitas del Príncipe y del Infante, que gracias a esa barrera vegetal ponían distancia del protocolo y permitían disfrutar con amigos, sin testigos, de conciertos y fiestas. Aquella afortunada decisión permite recorrer este enorme botánico de ejemplares autóctonos centenarios y árboles singulares como pinsapos, abetos del Cáucaso, el célebre Tilo de la Mano o las citadas secuoyas. En otoño, mejor que mejor.
Tesoros a la vista
Las vistas panorámicas del conjunto ⎯Monasterio, Casas de Oficios enfrente y todos los edificios herrerianos como la Casa de la Compaña, sede de los cursos de verano complutenses⎯ son fundamentales. Esa arquitectura sobria, rítmica, está hecha para ver de lejos y preguntarse cómo pudo levantarse en solo 21 años la mole del Monasterio. De ahí la leyenda de la Silla de Felipe II tallada en un paraje de la Herrería para que el monarca otease las obras. La realidad probable es aún más interesante: puede ser un altar de sacrificios del pueblo vetón con lo menos 2.000 años. La que no admite dudas es la otra silla del monarca: la que lo transportaba, enfermo no solo de gota, se conserva en la zona palaciega y es pariente de otras sillas, carruajes y trineos en las Cocheras del Rey.
La provincia madrileña es la única con cinco enclaves declarados Patrimonio Mundial por la Unesco, entre ellos el Monasterio y el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial.
Cualquier arquitecto, aparejador, historiador del patrimonio o estudiante que aspire a serlo tiene que venir a esta ciudad-cátedra de arquitectura, desde el propio Museo que explica cómo y por qué se construyó así el Monasterio, con toda su simbología, a su influencia en casonas como la de Jacometrezzo o de Peláez ⎯ahora colegio y también sede de los cursos complutenses⎯, y los envidiables chalets regionalistas o neomudéjares en barrios burgueses, cómo no, ajardinados. Para completar el álbum, la moderna sede en madera y acero de la revista Croquis, biblia del oficio que no está aquí por casualidad.
Detalles, pequeñas historias para la Historia como un estilo de vida. Cada cual escoge los suyos, no tienen límite. Por ejemplo, venir a admirar el Cristo de Benvenuto Cellini, los 12 anillos en las manos de Don Juan de Austria ⎯impedían roces con los guanteletes de la armadura⎯ en su estatua yacente o La Túnica de San José, de Velázquez, en este pequeño El Prado que es el Monasterio. Tomarse una tapa de terraza a la sombra de los magnolios en la plaza Jacinto Benavente, Nobel protector de El Escorial. Una muestra de artistas locales en plena calle. Averiguar por qué a este jardín lo llaman de Convalecientes.
Y el nivel culinario que consigue la escuela de atender a tanto comensal ilustre desde siempre, sea un clásico cocido del Charolés, un menú degustación en Vesta, “la cocina salvaje” de Montia con sus soles Repsol y su estrella Michelin, o en general cualquier local que se surta de las carnes y setas serranas nutridas por este paisaje cultural.
Naturaleza, historia y juegos de niños
Si hablamos de paisaje cultural, sería injusto reducirlo al entorno escurialense porque es un continuo en la sierra de Guadarrama, al borde de un Parque Nacional para, como dice su web, “andar, escalar, pedalear, contemplar, disfrutar, observar, aprender…”. Y conservar, ya que muy pocas, o quizá ninguna, capitales europeas tienen tan cerca un espacio protegido de esta categoría. En actividades para niños y adolescentes, dejan huella los cursos y juegos en el Arboreto Luis Ceballos con sus más de 250 especies de árboles y arbustos. O la forma de meterse en la historia del castillo de Manzanares el Real con la vida teatralizada de Brianda de Mendoza, cuyas ganas de ser arquitecto la enfrentan a su padre, el poderoso Don Íñigo. La fusión entre naturaleza y arte se amplía al Valle de Cuelgamuros, antes conocido como Valle de los Caídos: sus esculturas gigantes y la cruz más alta del mundo ⎯152,4 metros, según el Guinness de los Récords⎯ merecen entender su escala a la distancia del tacto, mucho mejor que desde la autovía.