Cirugía del sufrimiento, una técnica contra el dolor crónico que hace que afecte menos
El Hospital del Mar practica una estrategia innovadora para pacientes con dolor neuropático resistente. La intervención no quita el dolor, pero cambia la percepción de ese padecimiento
Después de que la banda terrorista ETA matase a su padre, el dolor crónico que ya padecía Mireia Lluch se intensificó terriblemente. A esas cefaleas que arrastraba desde niña se sumó un dolor muscular insoportable. Ernest Lluch, ministro de Sanidad en el primer gobierno de Felipe González, fue asesinado a tiros en noviembre del 2000. Su hija tenía entonces 28 años. El trauma incentivó el dolor. “Yo ya tenía una base de dolor fortísimo, pero el asesinato de mi padre marcó un antes y un después. Dos días después hubo una gran manifestación en Barcelona [se congregaron un millón de personas] y esa fue la primera noche en la que el dolor no me permitió dormir”, cuenta. El sufrimiento fue a más desde entonces, ni los opiáceos más fuertes lograban calmar ese sufrimiento constante. Pasaron los años y seguía en aumento. Desesperante, relata. Tanto, que incluso llegó a plantearse solicitar la eutanasia.
Y rumiando esa idea andaba cuando una palabra se cruzó en su camino y cambió sus planes. El “cíngulo”. Vio en los medios que se había hecho una intervención contra el dolor con una técnica de neuromodulación en el cíngulo y empezó a investigar. Esa región del cerebro en forma de medialuna controla receptores asociados al dolor y a las emociones y el Hospital del Mar practicaba una técnica de estimulación cerebral profunda (DBS, por sus siglas en inglés) que consistía en colocar unos electrodos en el cerebro para modular la actividad del cíngulo anterior dorsal y aliviar el padecimiento de pacientes con dolor neuropático crónico refractario a todos los tratamientos. “No curamos ni quitamos el dolor, pero hacemos que el paciente sufra menos”, resume Gloria Villalba, la neurocirujana del Mar al frente de este abordaje terapéutico. La médica lo ha bautizado como “cirugía del sufrimiento”.
Tras pasar por exhaustivos controles médicos, un programa específico de psicoterapia y el análisis de una comisión de ética —su cuadro no encajaba exactamente en el de dolor neuropático—, el hospital validó su caso para probar esta técnica innovadora. Mireia terminó operándose el pasado otoño y esa mujer, que no recordaba su vida sin dolor, percibió en pocos días “una mejoría increíble”: “El dolor era el mismo, pero era más llevadero. Tenía energía, ganas de hacer cosas, estaba más activa”. Al cabo de un tiempo, sin embargo, ese alivio meteórico se atenuó y hoy ya no es la que era, aunque asegura que no se arrepiente de la operación: “No sé por qué, empecé a apagarme. Estoy mejor que antes, pero como los primeros meses fueron tan positivos, como he visto que funciona, ahora estoy algo decepcionada. Por algún motivo se me fue el efecto. Pero eso quiere decir que estoy en el buen camino y que solo tenemos que encontrar la pieza exacta”, afirma positiva.
Con Lluch ya eran cinco los pacientes operados en el Mar con esta técnica. La intervención en este contexto tiene una evidencia limitada, admite Villalba, y apenas se realiza en otros dos centros en el mundo, en Oxford y Milan. En total, hay una treintena de personas operadas en todo el globo. Y, precisamente, por tener un nivel de evidencia débil —es una técnica segura, pero los estudios son heterogéneos y muestran resultados variables sobre el efecto—, por ahora, las guías europeas recomiendan su uso solo como última alternativa para pacientes muy seleccionados.
Como José Conejero, de 37 años. Él es el sexto paciente en someterse a esta técnica en el Mar. EL PAÍS lo acompaña durante todo el proceso, incluida la intervención, el pasado 24 de julio, en un quirófano del hospital barcelonés. Un par de meses antes cuenta su caso en una salita del centro sanitario: odontólogo de profesión, un accidente en el mar mientras hacía surf en las playas de Costa Rica le provocó una tetraplejia; de este cuadro clínico se fue recuperando y, aunque ya no puede ejercer su trabajo y no ha recuperado el 100% de movilidad, ha logrado ser autónomo. Su gran padecimiento, sin embargo, fue a raíz de una caída durante la rehabilitación: el golpe le provocó una fractura en un dedo del pie que se acompañó con un dolor insoportable, 24 horas y para siempre, cuenta: “Es un dolor similar al que puedes tener cuando te golpeas el pie con la esquina de una mesa y se te queda” así, con esa intensidad, todo el tiempo.
Conejero ha pasado por todos los tratamientos posibles, incluso el uso de opiáceos como el fentanilo o morfina inyectada en la misma médula. Pero nada funcionaba. “Fue más dramática la aparición del dolor que el propio accidente o la parálisis. No lo aceptaba, no podía vivir con esa intensidad del dolor 24 horas al día”, relata el paciente.
El componente afectivo del dolor
Para entender esta intervención, avanzan los especialistas, hay que contextualizar que el dolor tiene tres componentes: el sensitivo, que identifica la intensidad del dolor; el cognitivo, que describe cómo de catastrófico uno piensa que es; y el afectivo, que apunta a cómo le afecta y qué importancia tiene ese dolor en su vida. Todos los tratamientos fallidos, desde los analgésicos hasta la técnica de estimulación cortical (también es una cirugía, pero menos invasiva que la DBS) que se intenta antes de llegar a esta última operación, van dirigidas al componente sensitivo, a intentar rebajar esa intensidad de dolor. Sin embargo, en este nuevo abordaje terapéutico, los especialistas del Hospital del Mar ponen el punto de mira en las otras dos aristas: por un lado, se hace una psicoterapia previa y posterior a la cirugía—terapia de aceptación y compromiso— para trabajar el componente cognitivo; y para modular la parte afectiva, se realiza la estimulación cerebral profunda en el cíngulo anterior dorsal.
“El cíngulo es muy grande, pero una de sus partes [la zona anterior dorsal] se ha demostrado que tiene una relación muy estrecha con el dolor. Pero hay que dejar claro que la cirugía no es para quitarlo, sino para tratar el sufrimiento que causa el dolor. Es decir, el dolor continuará”, advierte Villalba una y otra vez. El cíngulo, que mide alrededor de 10 centímetros si se desplegase en línea recta, forma parte del sistema límbico, que coordina las emociones. La neurocirujana pone un ejemplo de lo que significaría la intervención, si tiene éxito, en el caso de Conejero, por ejemplo: “Él dice que la intensidad del dolor antes de la operación es de un nueve sobre 10. Después de la cirugía seguirá siendo nueve, pero lo que esperamos es que ese nueve no le haga sufrir lo mismo, que no le limite en poder hacer gran parte de las cosas que le gustaría. Pero el número no lo vamos a cambiar”.
Es imprescindible “ajustar las expectativas” de los pacientes, explica Juan Castaño, psiquiatra y psicoterapeuta del Mar, que se encarga de la otra pata de este abordaje terapéutico: la terapia de aceptación y compromiso. Todos los pacientes, para acceder a la operación, tienen que pasar por eso. “El dolor crónico no son solo sensaciones físicas desagradables. Se acompaña también de emociones y pensamientos diferentes y, según cómo los regulas, la percepción del propio dolor y el grado de discapacidad pueden variar una barbaridad”, incide Castaño.
La terapia de aceptación y compromiso, que siguen los pacientes antes y después de la operación, “se basa en la aceptación del dolor”, sintetiza el psiquiatra. Porque combatir ese dolor puede ser desgastante, agotador y contraproducente, advierte: “La terapia enseña a trabajar y relacionarse con el dolor, que este mande menos, y empodera a las personas para que sepan que, según cómo se regule esto, la experiencia de la percepción del dolor será diferente”. En la práctica, la aceptación implica virar el punto de atención y dirigirlo a otra cosa diferente al dolor, a adquirir compromisos con otras acciones, señala.
El psiquiatra enfatiza que, tras la operación, es clave el esfuerzo que hace el paciente por cambiar el foco y mantener los propósitos trabajados en la terapia. “En el cíngulo actúas en esa parte del procesamiento emocional del dolor. Pero el paciente tiene que saber que, aunque la cirugía es fundamental y da resultados extraordinarios, tienen que implicarse en el día a día”, matiza. Y de ahí las expectativas ajustadas: “Ha de entender que el dolor persiste, pero se vive diferente. Si va a la operación con las expectativas desajustadas, la frustración y el bajón pueden ser importantes”.
Conejero iba listo para la operación. De hecho, en la entrevista previa, ya advertía cambios tras la psicoterapia inicial: “Antes rechazaba el dolor, pero a nivel cognitivo, la terapia me ha ayudado a aceptarlo. Aunque lo tengo 24 horas al día, mi vida ya no es todo dolor, ya no estoy tan centrado en él”, explicaba. Villalba insiste en que es clave estar preparado porque la intervención no resuelve el problema y tampoco es infalible: funciona en el 60% de los casos, pero hay otro 40% donde no se consigue mejoría.
La cirugía de Conejero se celebra un caluroso miércoles de julio. En las semanas previas, el equipo médico estudió su caso y valoró, con imágenes de resonancia magnética y estudio de redes neuronales (tractografría), cuál era el mejor punto del cíngulo para estimular la parte afectiva del dolor. El día de la operación, ya en quirófano, con él dormido, los especialistas empiezan la fase de chequeo de la parte técnica, que es clave en esta operación: los dos electrodos que llegan al cíngulo se colocan a través de un robot quirúrgico y la precisión es imprescindible para no dañar otras zonas del cerebro. Hay marcas y coordenadas numéricas por todas partes: en el ordenador, en un folio en la pared, hasta escritas sobre una mesa al lado del paciente. “El objetivo es la precisión, por eso hacemos varios chequeos en cada fase de la operación, porque el robot puede perder precisión y uno o dos milímetros aquí son muy importantes”, explica la médica.
Pasadas las 10 de la mañana, Villalba y su compañera, la neurocirujana Nazaret Infante, trepanan el cráneo cuidadosamente. Solo dos pequeños agujeros para que el robot pueda introducir por ahí sendos electrodos hasta el cíngulo anterior dorsal. La mesa de utensilios parece una caja de herramientas, con destornilladores, chapas y algún tornillo minúsculo. Las médicas colocan los electrodos sobre el brazo robótico y, a través de una cánula, uno por uno, los depositan en la región cerebral a estimular, uno en el lado izquierdo y otro, a la derecha. Luego, con una especie de tapita sobre cada agujero del cráneo, sellan el cable que sale de cada electrodo para evitar que se mueva. El reloj roza el mediodía y solo el pitido que marca las constantes vitales rompe el silencio en el quirófano: las neurocirujanas apuran a coser la incisión que dejaba el cráneo a la vista y llaman al equipo de radiología para hacer un TAC in situ y comprobar que los electrodos están donde tienen que estar.
La prueba radiológica no deja lugar a dudas: “Ha ido rodado. El robot no ha dado errores en la calibración y el TAC muestra que los electrodos están donde queríamos. ¡Ha quedado maravilloso, genial, muy bien!”, celebra Villalba ante su equipo. Ahora, solo queda la última fase de la intervención: unir el cableado de los electrodos al cargador que lanza la corriente para que se produzcan estas descargas. Todo eso irá subcutáneo y la pila, en concreto, bajo el pecho, a la altura de la clavícula.
Tres semanas después de la operación, Conejero atiende a EL PAÍS por teléfono. “El nivel de dolor lo siento igual, pero he visto un cambio a nivel de ánimo. Los pensamientos negativos y con más ansiedad que me vienen a la cabeza han mejorado mucho y hay momentos en los que me olvido por completo del dolor”, cuenta. El efecto de la estimulación en el cíngulo puede tardar semanas o, incluso, meses. A Conejero tuvieron que hacerle un ajuste al alza en la intensidad de la estimulación a las dos semanas y notó que mejoraba un poco más. Ahora, dice, el trabajo por delante es suyo: “Lo difícil es aceptar el dolor. La clave está en llegar a un punto de aceptación completa”.
Castaño señala que, bajo su experiencia, cuando exploran a los pacientes a los que la intervención les ha funcionado, ven que “la intensidad del dolor se mantiene, pero lo viven diferente, les afecta menos”. “Son capaces de distanciarse y poner atención en otras cosas de su vida”, arguye. Sora Jo, otra paciente de 55 años que sufría un dolor neuropático en el pie y fue operada el pasado septiembre, apunta exactamente esa sensación: “El dolor lo sigo teniendo, pero hay cosas que tolero mejor. Un ejemplo: yo antes dormía sin tapar la pierna todo el año porque no soportaba el roce de la sábana y tras la cirugía, a la segunda noche, me tapé entera inconscientemente. Ahora mismo estoy muy bien y no pienso constantemente en el dolor: está ahí, pero no le hago caso”.
Evidencia limitada
Los médicos son prudentes con los resultados, por la evidencia limitada y los pocos casos que hay intervenidos en el mundo. Y porque juega un papel clave la experiencia subjetiva del paciente. Villalba señala que están haciendo un estudio sobre la evolución a seis meses de cinco pacientes para ordenar los resultados, pero admite que en las cirugías de estimulación cerebral profunda para esta u otras patologías, cada paciente acaba siendo un mundo: “El 30% de los pacientes pierden eficacia con el tiempo porque se piensa que el cerebro aprende la estimulación dada o porque el paciente también se olvida de cómo estaba antes de la operación. A nivel medular y cortical, hacemos resets, que es apagar el sistema de estimulación durante unas semanas, y encenderlo como si fuese el primer dia; y ese reset ha rescatado a algunos pacientes”, sopesa.
En el campo del dolor, este abordaje terapéutico todavía se mueve en un mar de incógnitas. Por la falta conocimiento sobre el impacto a largo plazo, por ejemplo, pero también por la complejidad ética de modular un área cerebral asociada a las emociones y con potencial, incluso, para cambiar la personalidad. “Ese es el riesgo de trabajar con la circuitopatía. Por poder, podríamos cambiar la personalidad de la persona y se ha estudiado en pacientes con depresión y trastorno obsesivo compulsivo sometidos a DBS, pero en principio, se trataría de cambios a mejor. De todas formas, es verdad que hay cosas que desconocemos. Por suerte, contamos con la baza de que es reversible porque [la estimulación] se puede apagar”, valora Villalba. Castaño, por su parte, admite que “contínuamente” se están planteando “dónde están los límites porque el potencial de desarrollo puede ser controvertido”, pero advierte: “En este caso, no les cambia la personalidad ni dejan de sentir experiencias vitales. Lo que les ocurre es que les cuesta asociar el dolor a una emoción difícil, como la tristeza o la ansiedad”.
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