Muere José María Martín Patino, el jesuita que hizo la transición eclesial
Amigo del alma y colaborador del cardenal Tarancón, el religioso ha fallecido a los 90 años
Este lunes hubiera cumplido 90 años. Justo este sábado nos ha dejado José María Martín Patino, el jesuita artífice de la transición eclesial junto al que fue su alter ego y amigo del alma, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón. A la cabecera de su cama me dijo hace un par de días sin ocultar la emoción: “Fue el hombre de mi vida, un gran cardenal y un excelente amigo”. En Martín Patino depositó el entonces presidente de los obispos la confianza, de tal manera que los periodistas le llamábamos la “mano izquierda de Tarancón”.
Todavía este sábado, en medio de terribles dolores, mostraba José María su reciedumbre de castellano sobrio y seguro de sus convicciones. La vida le había curtido desde niño. Hijo de maestros, que le hicieron amar la lectura, estaba orgulloso de ellos y de ser salmantino de Lumbrales, donde vivió sus primeras y duras experiencias como la muerte de su brillante hermano a los 22 años y una perdigonada de dos cartuchos a medio metro sobre su hombro izquierdo, que le disparó un miliciano falangista que llevaba la escopeta cargada y le destruyó la clavícula y la cabeza del húmero. Esta señal marcaría toda su vida. Vivió con profunda preocupación y angustia los fusilamientos que llevaban a cabo los piquetes de Falange durante los primeros meses de la guerra.
Pensó en hacerse médico, pero acabó por tirarle más la Compañía de Jesús. Ya como estudiante jesuita estudió filología en la Universidad Civil de Salamanca. De allí siempre recordaba el influjo de Tovar para aprender a trabajar en equipo. Y de sus estudios de teología en un Fráncfort posbélico, su labor con los emigrantes españoles. En Alemania, haciendo ejercicios espirituales antes de ordenarse sacerdote, experimentaría la gran llamada de su vida, que le caló hasta los huesos: "En la ciudad alemana de Ulm, al contemplar la catedral iluminada como una antorcha de fuego asentada sobre el monte cercano, que dominaba toda la ciudad, sentí como un latigazo, que hizo estremecer todo mi espíritu. Fue un ramalazo que me dejó marcado para toda la vida (…), una llamada clara a tomar en serio la división entre vencedores y vencidos que pervive en la conciencia colectiva de los españoles. Entendí que debería ayudar, con todas mis fuerzas, a superar la memoria de la guerra civil y a reconocer los errores cometidos por ambos bandos".
Y este objetivo marcará toda su vida. Tarancón lo ficha, cuando era arzobispo de Oviedo, como especialista en liturgia para poner al día los textos del misal a la luz de la reforma del Concilio e implantar la lengua vernácula con ayuda del famoso biblista Alonso Schoékel y Jimena Menéndez Pidal, la hija de medievalista.
Muerto su predecesor Morcillo, Tarancón vuelve a pensar en Patino como su más importante apoyo, lo que suscitó recelos, entre ellos del propio ministro de Exteriores López Bravo y de algunos sectores del clero. Pero el flamante arzobispo de Madrid no solo no les hace caso, sino que lo encumbra a provicario de la archidiócesis, que era tanto como decir su factótum durante 11 años."Vivíamos en conflicto permanente", le oí decir un día a José María. Era el tiempo de las homilías multadas, del caso Añoveros, de la Asamblea Conjunta, de las reuniones en el Paular entre teólogos y políticos, animadas por Patino. Pero sobre todo fueron eficaces los almuerzos que le preparaba una comunidad de benedictinas para facilitar el encuentro del cardenal con políticos como Suárez, Felipe González, Carrillo y otros tantos representantes de la izquierda como la derecha.
Pero sobre todo fue clave su intervención en la redacción de la famosa "homilía de la corona", que coordinó el trabajo a varios destacados teólogos. Un momento que Patino consideraba providencial en su vida. Decía esta homilía entre otras cosas: "La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente".
"Pude también intervenir con cierto éxito -confesaba este influyente jesuita- en la redacción de algunos artículos de la nueva Constitución, especialmente en el 16, que regula las relaciones del Estado con las confesiones religiosas como instituciones autónomas que seguirían manteniendo relaciones de cooperación. Ya en El Paular habíamos discutido largo sobre esta gran cuestión y hasta diseñado la fórmula que posteriormente propusieron los ponentes católicos de la Ponencia constitucional. No encontramos tanta facilidad en la redacción del artículo 32 que regula la libertad de enseñanza. Aquí los socialistas se habían ya mostrado muy duros al someter al Parlamento los llamados Acuerdos Parciales. El régimen de la enseñanza religiosa en la escuela pública todavía no se ha solucionado, tantos años después de aprobada la Carta Fundamental".
Tras conseguir el logro de su vida, dar pasos hacia la reconciliación y liberado de su cargo eclesiástico, pensó en fundar algo para el consenso social y la pacificación de la sociedad española. Así nace la fundación Encuentro, un foro para el diálogo sobre los temas más candentes de nuestra democracia: desde los nacionalismos a la pobreza pasando por la educación, la corrupción y la modernización de la justicia, que han sido recogidos en voluminosas memorias anuales.
Provisto de un carácter fuerte y dotes de mando, José María Martín Patino se ha muerto como quería, con las botas puestas. Dice en uno de sus últimos escritos: "Mi vida sigue siendo trepidante. No pocas veces llego a recibir la brisa del mar inmenso como si estuviera ya cerca de la desembocadura del río de la vida. Quisiera morir en plena actividad y esto se lo pido al Señor como una gracia especial. La prueba de una enfermedad terminal larga me aterra. Será lo que Dios, que me ha demostrado su paternidad en todo momento, me ofrezca como purificación o como premio. Tengo la seguridad de que al otro lado de la muerte voy a recibir un inmenso abrazo del Padre y de tantos jesuitas y amigos de todas las tendencias culturales y políticas que aquí me han brindado generosamente su amistad. La idea de la muerte amiga me acompaña casi constantemente y mis colaboradores se extrañan de que la mencione con tanta frecuencia".
Hasta en las últimas semanas acudía a la oficina con intensos dolores. Nunca se rindió hasta el último momento. Decía que su opción fundamental era trabajar por los demás. Lo hizo también y profusamente a través de los medios de comunicación, como la radio, la televisión y sobre todo la prensa, particularmente EL PAÍS. Y tenía como uno de sus valores más preciados la amistad. "Me veo a mí mismo como un hijo preferido del Dios misericordioso, que me dio unos padres santos cuyo ejemplo marcó mi vida y como un instrumento débil elegido para llevar adelante obras que yo en mi vida pude imaginar". Quizás a la postre sea este su más cabal autorretrato.
Pedro Miguel Lamet es jesuita, escritor y periodista.
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